A Edgardo Codesal


Estoy preocupado, espantado con la vida. Una gran amistad nació a lo largo de los 30 días de copa del mundo. Aprendí lo que nunca. Disfruté. Compartí la fiesta del juego de pelota con uno de sus personajes. Con Edgardo Codesal entablé una relación profesional de respeto que nos hizo amigos. Un árbitro que dirigió la final de una copa del mundo, la de Italia 1990, y que sabe vivir los recuerdos de ese momento con brillantez y, lo mejor de todo, lo hace con orgullo, con honor y con alegría.

Junto a varios directores técnicos nos dedicamos a desglosar el mundial para no tirarlo al baúl de los recuerdos sin que nos dejara nada. Por eso, el doctor Codesal nos ofreció su casa para celebrar con un asado. Y estuvimos con él. En su casa, alejada de la ciudad en medio de pura tranquilidad. Con sus perros Bambi y Remi. Con su preciada reliquia, ese balón de la final, ese Etrusko Único. Unas horas más tarde llegó el infarto.

No quiero montarme en los cuentos de premonición, pero siento que lo debo compartir. Esa madrugada yo no podía dormir. Estaba inquieto. Algo en el pecho no me dejaba en paz. Algo me avisaba, creo yo, que algo pasaría. Coincidencias pudieron ser. Lo que es un hecho es que el padecimiento de mi amigo me duele profundamente.

Si alguien puede explicar todas las cosas con categoría ese es Edgardo, quien lleva ese nombre en honor a un héroe mundialista: Alcides Edgardo Gigia. Siempre bromea diciendo que fue afortunado en que su padre no le pusiera Alcides.

Tenemos muchas cosas que hacer mi amigo y yo. Los proyectos ya están en marcha. Es un hombre fuerte. Es un hombre realista pero con sueños grandes. Él tiene el cronómetro de su vida, estoy seguro de que no lo parará, siempre le ha gustado la fluidez del juego.

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