La pasión según Pablo


Era una muerte anunciada
desde que ganó la cima,
puso el mundo de cabeza
el zar de la cocaína
pero cayó en Medellín,
don Pablo Escobar Gaviria...
Fragmento de Muerte Anunciada (Los Tigres del Norte).
Aquel dos de diciembre de 1993 murió “El Patrón”. Un personaje cuya vida estremece y sacude las formas. Sanguinario, poderoso, inmisericorde por un lado. Benefactor, visionario y astuto por el otro.
Escobar utilizó al futbol para lavar parte de sus millones de dólares, pero este hombre necesitaba darle causas a sus delitos y con dinero detonó el desarrollo del futbol colombiano a finales de los ochentas.
El narcotraficante fue dueño de los dos equipos profesionales de Medellín, pero sus colores fueron los del Atlético Nacional. Esto generó un sistema de rivalidades entre los clubes colombianos cuando otros capos también le entraron al negocio y saciaron sus pasiones por el juego, apostando, más allá de los billetes, el honor y el orgullo de sus incontenibles egos. Si “El Señor” mandaba en Medellín, José Gonzalo Rodríguez Gacha, alias “El Mexicano”, tenía a los Millonarios de Bogotá y los Rodríguez, líderes del Cartel de Cali, manejaban al América.
El 31 de mayo de 1989, el Atlético Nacional de Medellín se convirtió en el primer equipo colombiano que conquistaba la Copa Libertadores de América.
Los Capos estaban tan metidos en su propia pasión que la tragedia empezaba a gestarse. Si a Pablo Escobar debía cinco mil vidas, una de estas se registró el 15 de noviembre de 1989. Cuando un resultado afectó sus intereses en un partido de futbol (un empate entre América y Medellín), el capo mando matar al árbitro Álvaro Ortega. Ese día se suspendió el torneo colombiano y no hubo campeón. Justo por esas fechas la selección Colombia se encaminaba a una hazaña. Volver a una copa del mundo tras 28 años de ausencia. Italia 90 puso a soñar a los colombianos. Y el Pibe Valderrama se consolidó como ídolo máximo. La mitad de aquella selección provenía del Atlético Nacional de Medellín así como también el técnico, Francisco "Pacho" Maturana.
Pero los problemas sociales no pueden ser ajenos al futbol y el narcotráfico lo toca todo, como si fuera un pulpo. En 1991, Pablo Escobar se entregó voluntariamente cuando le prometieron que no lo extraditarían a los Estados Unidos. Él mismo adaptó su cárcel, llamada La Catedral, que contaba con una pequeña cancha de tierra para jugar al futbol. En una ocasión, para celebrar a la patrona de los Reclusos, la Virgen de las Mercedes, las estrellas del futbol de Medellín jugaron una cáscara con él, quien siempre alineaba de delantero. René Higuita fue señalado, entonces, como uno de sus amigos. Esto le costó al arquero su lugar en la selección que acudiría a la copa del mundo de 1994.
Para ese entonces el futbol era un sólido factor de identidad de los colombianos que vivían en una cínica tolerancia provocada por los amos de la droga y los inmóviles gobernantes. El presidente César Gaviria se apoderó de esta pasión para limpiar el nombre del país ante el mundo. Fue cuando se gestó una traición para derrocar al capo de capos, quien escapó de su cárcel para esconderse durante los 16 meses que duró su cacería. Oculto y acorralado pudo seguir, a través de un radio de bolsillo, la vez en que Colombia derrotó a Argentina, cinco a cero, en el Monumental de River. Cuenta uno de sus lugartenientes que el futbol lo tranquilizaba. Un par de meses más tarde, sería acribillado en algún tejado de su querido Medellín.
Muerto el Capo, Colombia se convulsionó y aunque la selección era de los pocos símbolos de esperanza que se mantenían, algo impredecible pasó y el Mundial de 1994 fue de pesadilla. Dicen que aquella época de oro del futbol colombiano empezó a morir aquel 2 de diciembre de 1993. Una muerte anunciada porque al final de las cuentas, el narcotráfico extermina lo que toca.

Un borracho que jugaba como los ángeles


Una foto de George Best es, quizás, la última lección que la vida pudo darle; está tendido en una cama, entubado, resignado a morir y pidiendo que la prensa despliegue en sus titulares el último sentir del chico de Belfast: No muera como yo…
¿Cómo recordar a George Best a cinco años de su predecible final? ¿Qué significado tiene su paradójica vida?
Esta historia es cruda, es la de un borracho que jugaba al futbol como los ángeles. Un héroe, un modelo de la juventud de los sesentas, un mito, una leyenda, un referente. El chico rebelde irlandés que vio la vida con las distorsiones del fondo de las botellas y los vasos vacíos que deja el alcoholismo, siempre compatible con todas las actividades del ser humano.
El futbolista bendecido con la naturalidad del gol fue la inspiración de muchos que muy probablemente dejaron que Best saciara lo nunca hubieron podido atiborrar por sí mismos.
Mujeres, autos y alcohol, los deseos prohibidos, en lo moral y lo económico, por el mundo común y corriente. El futbol, el juego del hombre que es inspiración para aquellos que han optado por identificarse con los jugadores que les comparten la gloria. Ese fue el mundo de Georgie Best.
Pero qué guarda la historia sobre Best el futbolista. Nos dice que nació el 22 de mayo de 1946. Que lo descubrieron Matt Busby y Bob Bishop. Que debutó a los 17 años. Que tuvo 37 partidos internacionales con su selección y nunca pudo asistir a un mundial. Que jugó en Inglaterra, en las dos Irlandas, en Escocia, en Sudáfrica, en Estados Unidos y en Hong Kong. Que se consagró con el Manchester United cuando un gol suyo les dio su primera orejona y fue entrañablemente querido en el Fulham. Que jugó más de 700 partidos en su vida profesional y anotó más de 250 goles.
Su historia, la personal, nos relata que fue el mayor de seis hermanos. Que fue un niño con méritos académicos. Que jugaba al rugby pero se inclinó por el futbol para rebelarse a su padre. Que su madre murió a los 55 años por problemas de alcoholismo. Que se casó dos veces. Que tuvo un hijo legítimo llamado Calum. Que pasó las Navidades del 84 en la cárcel por conducir ebrio y agredir a un policía. Que le tuvieron que hacer un transplante de hígado cuando destruyó el suyo.
Muchos dicen que la vida de Best fue un sueño truncado, pero su sueño le duró mucho tiempo. Jugó casi 20 años y aunque los críticos coinciden en que brilló con plenitud sólo tres años. Pelé, Cruyff y Maradona están de acuerdo en que en esos momentos fue el mejor del mundo. Después sólo fue un futbolista de destellos, con un gran capital instalado en la memoria de todos. Por eso la FIFA lo considera uno de los 100 mejores de la historia.
Sus frases lo definen. El quinto Beattle dijo que si hubiese nacido feo, no habríamos oído hablar de Pelé; que en 1969 dejó las mujeres y la bebida y que fueron los peores veinte minutos de su vida; o que había gastado mucho dinero en mujeres, alcohol y automóviles y que el resto de su fortuna lo había despilfarrado. Su discurso nunca llegó a más.
Murió el 25 de noviembre de 2005. El día de su funeral, el cielo lloraba por su ángel caído. Treinta mil personas le dieron el último adiós.
Best fue una celebridad mediática, un hombre con una enfermedad incurable, un personaje de contracultura, un símbolo sexual, y vivirá eternamente en la historia del futbol. Logró lo que quiso, porque si bien es cierto que clamó en sus últimos instantes: no muera como yo, nunca advirtió un contundente no viva como yo.
Próximo jueves 25 de noviembre en El otro lado del balón (radio Estadio W, 18:00 horas en El Laberinto).

El Gran Danés


Esta canción danesa fue la ganadora del festival de Eurovisión de 1963, el año en que nació el gigante de esta historia. Casualmente, esta música evolucionaría para formar parte de la banda sonora del videojuego autorizado por FIFA, en su edición 2007.
Su letra pide a un ser querido que vuelva mientras describe un instante danés en donde la vida comienza extendiéndose como una red en la mente. Muchas coincidencias entre la música, el futuro y el hombre que nacería en Gladsaxe, Dinamarca, un 18 de noviembre de 1963.
Hablar del Gran Danés es hablar de los dioses del marco. Él y el ruso Lev Yashin son los grandes porteros del siglo XX y los dos mejores de la historia del futbol. Describir el juego de Peter Schmeichel es decir que arriesgaba todo. Que volaba tres metros para detener un balón que viajaba a casi 100 kilómetros por hora desde los once pasos. Por arriba, impecable; por abajo temerario y seguro. De frente intimidante para los atacantes y hasta para sus líneas defensoras. Un portero clásico, de molde patentado. Con genes polacos y daneses. Rubio. De un metro 93 centímetros pero con reflejos tan precisos que su agilidad era causa de sorpresa en un mundo que empezaba a perder la capacidad de asombro.
Debutó en 1984 y se forjó en la liga danesa. Fue elevado a héroe nacional y campeón de Europa con su selección en 1992. Se volvió ídolo en el Manchester United, donde jugó ocho temporadas, 398 partidos para ser exactos. En 1994, para anotarle a Schmeichel, los cronómetros envejecían condenados al hastío. Entre gol y gol llegaban a pasar mil minutos de intervalo. Dejó a los Diablos Rojos con una despedida inolvidable cuando conquistó el legendario trébol de 1999: la liga, la copa FA y la Copa de Europa, esta última en un dramático partido definido en el último minuto. Después se fue con el Sporting de Lisboa, volvió a la isla del futbol con el Aston Villa y se retiró con el Manchester City cuando se dio cuenta en carne propia que las nuevas generaciones lo habían alcanzado. Su hijo Kasper estaba listo para tomar la estafeta y continuar con la tradición de la familia.
El Gran Danés cambió su forma de vida y hoy en día es un hombre que se divierte y comunica. Participó en concursos de baile de la BBC de Londres.
También aparece y canta en comerciales de su país.
Y fue el conductor de un programa de Discovery Channel sobre trabajos sucios, escuchemos un fragmento en donde nos relata como es la reproducción de cerdos.
Por supuesto que es comentarista de partidos de futbol y promotor de buenas causas, como la lucha contra el cáncer de mama en Dinamarca. Peter Schmeichel es la leyenda viva más importante de los guardianes de las redes y este 18 de noviembre celebra su cumpleaños.

El triunfo no pensado