El recuerdo de un gol que viaja en metro

Es muy probable que los miles de usuarios del metro no lo reconozcan cuando viaja por debajo de la capital del asfalto. El menudo viajero siempre lleva consigo el recuerdo de su mayor proeza. Soñó que lo iba a lograr. Se mentalizó. Rezó. Y finalmente soltó ese soberbio disparo que partió su vida en un antes y un después. Un antes que relata todo lo que vivió en Brasil desde el día en que nació, un 26 de abril de 1940, en Ilhéus, Bahía. Su contrastante niñez llena de felicidad y carencias. No pudo terminar la primaria. Ahí le ayudaba a su padre, el pescador, a la captura generosa que la mar les daba hasta que juró irse tras la pelota y no volver a casa sino lo hacía en mejores condiciones que las que dejaba atrás. Debutó con el Vitória. Después se lo llevó el Botafogo, donde cargó con el pesado compromiso de ser el sustituto de Waldir Pereira, y luego viajó hasta México, en 1965, para enrolarse con el América. Con los cremas fue campeón, de liga, copa y campeón de campeones y le alcanzó esa fecha que nunca olvida: 29 de mayo de 1966.

Arlindo Dos Santos Cruz se mueve, todos los días, a través del subterráneo. Trabaja, desde hace mucho tiempo, como entrenador de los equipos de instituciones gubernamentales ligadas a la procuración de justicia. Cada año, cuando mayo se va consumiendo, regresa al templo que despertó con su disparo. Se sumerge en sus entrañas para saltar a la cancha a recordar, una y otra vez,  el inolvidable primer gol que se anotó en el estadio Azteca. 

El medio destructor y el medio creativo, esas eran las funciones de Arlindo dentro del campo. Se quería comer la cancha entera. Era el dinamo de sus equipos. Explotó las ventajas de ser chaparro y le dio grandes satisfacciones.

“Fue un golasazazo”, dice Arlindo. “Le puse toda mi técnica individual. Fue un gol que merecía el estadio Azteca”. Según él, no hubo un gol más bonito en su carrera. Por eso celebró corriendo por toda la cancha. Besó su medalla religiosa de la guadalupana y agradeció al creador por haberle cumplido lo que había soñado la noche anterior. Después de ese gol, América lo prestó al Pachuca y al Toluca. Ahí terminó su carrera. Pero su vida siguió su curso y es muy posible que se lo puedan encontrar en los vagones del metro, en el que se desplaza, todos los días, para ir a trabajar.

Cuarenta años sin el Pirata

El 28 de mayo de 1972 un corazón enorme se detuvo. Ya había pasado una noche tormentosa en el hospital del Centro Médico de la capital del país. Lejos de su puerto jarocho sabiendo que hasta sus playas lejanas, algún día y de nueva cuenta, tenía que volver.  Luis de la Fuente de Hoyos ya había vencido a la muerte en espíritu, sólo su cuerpo cansado se entregaría a ese sueño eterno que se les interrumpe sólo a aquellos que se vuelven leyenda.

No se puede concebir el pasado del futbol mexicano sin la figura del Pirata. Él fue el contrapeso de una época intensa en la que llegaron a México, jugadores de los más notables. En la mente de los viejos, que ya son pocos los que le vieron jugar, siempre se antepone su recuerdo. Su portentosa fuerza. Su disparo letal con diestra y siniestra. El resorte descomunal a la hora de disputar el balón por aire. Su inteligencia futbolística y una personalidad firme e intimidante. Quién de los chamacos de la palomilla, que jugaban a ser marinos a bordo del “Arturo” y el “Tampico”, un par de barcos de cabotaje propiedad de la familia de la Fuente, se imaginaba que el más pirata de la tripulación acabaría siendo un hombre de pasto, aunque el mar siempre le despertó el deseo implacable de irse muy lejos, para luego volver. Fueron sus amigos quienes le pusieron Pirata.

Luis de la Fuente es un héroe cuya historia gloriosa ha sido contenida sin explicaciones. Seguramente hubo gente incómoda ante su plena dignidad. En grados superlativos siempre se habló de las juergas y parrandas, de su vida bohemia. Aunque para haber jugado veintidós años, en México y para tres equipos extranjeros (de España, Paraguay y Argentina) se necesita fuerza de voluntad y un indómito anhelo de trascendencia.

Nació el 17 de enero de 1914, tres meses antes de la heroica defensa del puerto de Veracruz, y en 1931 ya le había metido un gol a Oscar Bonfiglio, el arquero mundialista de la selección mexicana. Aunque en ese intervalo de tiempo se había quedado huérfano de padre cuando tenía cinco años, por eso emigró a Santander (España), en donde su tío Luis lo educó hasta los nueve. Volvió al puerto y pateó su primer balón en las calles jarochas y con la adolescencia entrando lo mandaron a la ciudad de México, al internado de San José de Tacubaya. El ir y venir se hizo costumbre.

Sus equipos fueron el Aurrerá, el Real Club España, el Racing de Santander (España), el América, el Atlético Corrales (Paraguay), el Vélez Sarsfield (Argentina), el Marte y sus amados Tiburones Rojos del Veracruz. En todos los equipos dejó huella y le recuerdan. Fue campeón de liga con el España, con el Marte y con el Veracruz. Ganó la Copa México con el América y con los Tiburones.
Se asegura que Agustín Lara compuso la célebre  canción “Veracruz” pensando en el Pirata.

Yo nací con la luna de plata
nací con alma de pirata,
he nacido rumbero y jarocho
trovador de veras,
y me fui lejos de Veracruz.
Veracruz, rinconcito
donde hacen su nido
las olas del mar
Veracruz, rinconcito
de patria que sabe sufrir y cantar
Veracruz, son tus noches
diluvio de estrellas, palmera y mujer.
Veracruz, vibra en mi ser,
algún día hasta tus playas lejanas
tendré que volver...

Y sí, siempre volvió con su alma de pirata, rumbero y jarocho.