Los Petroleros de Poza Rica

Desde 1957 un equipo intentó ser campeón de la segunda división para obtener el anhelado ascenso. Los Petroleros de Poza Rica, en Veracruz, fueron una poderosa escuadra sustentada económicamente por Petróleos Mexicanos (PEMEX). Por algunas temporadas se llegó a decir que su nómina llegó a ser la más cara del futbol mexicano, a pesar de no ser un plantel del máximo circuito. Hasta el Santos con su estrella Pelé, le hizo los honores en casa.

Jugadores de gran nivel, mundialistas mexicanos, jóvenes promesas y técnicos experimentados nunca lograron romper con una extraña maldición que los sentenció a ser el campeón sin corona de la segunda división profesional. Hay un secreto a voces que asegura que los futbolistas ganaban tan buen dinero que temían perder sus plazas en caso de ascender a la primera división.
La temporada 58-59 estuvieron a punto de llegar. Ganaron el Torneo de Copa y el Campeón de Campeones pero el Tampico obtuvo la Liga y por lo tanto el ascenso. La 60-61 fue la misma historia. Nacional de Guadalajara llegó a Primera. Al ciclo siguiente62-63 ocupó el tercer lugar, a dos puntos del campeón Zacatepec. En Poza Rica los jugadores lo tenían todo. Realmente es un misterio que los fracasos se encadenaran eslabón por eslabón. Para la temporada 1963-64, Cruz Azul fue el campeón, sólo había una explicación: el cuadro fallaba a la hora buena. La siguiente temporada parecía la buena. Siete años en la segunda división le daban al Poza Rica la experiencia necesaria, sin embargo el triunfo no distingue los principios de justicia. Se gana con goles y se suman puntos y no años de esfuerzo.

Para el campeonato 1964-65, la Primera División aumentó a 16 el número de equipos participantes por lo que se efectuó un torneo de promoción entre el peor equipo de primera y los tres mejores de segunda. Había dos lugares y cuatro contendientes. Nacional se mantuvo en el máximo circuito y los Tiburones Rojos del Veracruz lograron el otro boleto. Y ahí, anclado en la antesala del ascenso, Poza Rica inició una lenta y desgastante agonía. PEMEX declinó su apoyo, su campo quedó inutilizado y hasta la franquicia emigró de su lugar de origen arrastrando la pesada loza de la frustración. Llegado el año de 1970 terminó la historia de los Petroleros, del equipo que siempre lo intentó pero nunca pudo o nunca quiso.

El Chato de Galdácano

En el número 28 de la calle Txomin Egileor hay un hermoso caserío vasco del siglo XV construido con rocas milenarias y vigas y pilares de ese árbol, el roble, que unifica a una cultura fantástica. Está en Galdácano (Galdakao), cerca de Bilbao, en Vizcaya. Tiene ocho habitaciones y ocho mesas en el salón comedor, porque alrededor de ese número se ha concebido algo muy especial. Es un hotel, pero también es un hogar. El rojo y el blanco acentúan la ancestral arquitectura e insinúan un glorioso pasado. Uno de sus sólidos muros está consagrado al recuerdo emocionante de un hombre que ahí vivió feliz y pleno. Mirar cada una de las fotografías enmarcadas permite volver en el tiempo y verlo posando o en acción, precisamente con ese número ocho, lo mismo en San Mamés, en el Parque España de México o en el Viejo Gasómetro de Argentina. Son instantáneas que cautivan, que roban suspiros, que generan asombro.

Es él, el niño que nació en Basauri un 16 de marzo de 1912 y quien quedó huérfano de padre a los nueve meses. Es el joven, avecindado en ese caserío de Galdácano, quien tomó los votos de la nueva religión en efervescencia: el futbol. Y que se consagró, desde los 17 años, como uno de sus grandes sacerdotes en la misma Catedral de San Mamés, levantando cuatro copas y predicando el éxito con cuatro ligas conquistadas para el Athletic de Bilbao. Si es él, el Chato (txato), el primer español que anotó un gol en la historia de las Copas del Mundo (se lo hizo a Brasil, de penal, en 1934) y es el mismo fenómeno del que hablan los abuelos mexicanos que lo vieron jugar en el Euskadi y en el Real Club España. Es, también, aquel que dejó picados a los fieles de Boedo cuando se lastimó al quinto partido y no pudo volver a jugar con el San Lorenzo de Almagro.
Talentoso interior, unos dicen que por derecha, otros que por izquierda, tal vez en ambas posiciones. Constructor del juego, inteligente al decidir en jugadas a balón parado y con instinto absoluto de gol.  Poseedor de un prodigioso físico y un disparo descomunal. Arquetipo de futbolista, dirían las crónicas antiguas, sin ostentación ni vano alarde, rico de formas, proporcionado. Púgil del balón y estampa vigorosa de la raza vasca.

Su hermano Víctor vaticinó que el pequeño sería futbolista. A los 14 años repartió su tiempo entre la escuela  (aprendió contabilidad) y el balón. Preguntaron pronto por él en otros reinos pero ya estaba ofrecido a San Mamés y fue uno de sus valientes leones. Quien le vio jugar relata que era incansable. Dicen que a diario subía al monte al amanecer para fortalecer sus músculos y serenar la mente. Hombre sin vicios. Buena persona, de nobles sentimientos, blando de corazón, fraterno, inteligente, siempre sonriente, muy querido. Anotó goles por racimos, es el quinto mejor anotador del histórico bilbaíno. Ciento setenta y nueve tantos en 240 partidos, repartidos en diez temporadas. Logró 8 Hat Tricks y un buen día, 18 de noviembre de 1934, el ramillete fue de siete, en una goleada impresionante (10-0) al Alavés, en el campeonato regional. 

Fue un 27 de mayo de 1934 cuando anotó esos goles mundialistas. Eran las dieciséis horas con 48 minutos en el estadio Marassi, en Génova, cuando desde los once pasos disparó el tiro penal para batir las redes defendidas por el brasileño Pedrosa, siete minutos más tarde marcó el segundo. Lángara anotaría el tercero y Leónidas el de la honra para los sudamericanos.
En 1935 (julio y agosto) vino a México con el Athletic de Bilbao. Hay una maravillosa foto de los vascos portando sendos sombreros de charro, entre los magueyales. El Chato le anotó cuatro goles al América (en dos partidos) y uno al Real Club España.

Con la guerra civil llegó un largo exilio para José. Dejó al mejor Athletic de todos los tiempos y emprendió la travesía con el Euskadi. Querían decirle al mundo lo que el pueblo vasco estaba viviendo. A través del futbol los portentosos atletas sentaron postura sin decir una palabra. Primero en Europa, luego en América. En México participaron en la liga mayor, temporada 1938-1939, y pudieron haber sido campeones de no ser por la múltiple contratación de sus jugadores en el futbol argentino que acabó por desmembrar al equipo que se quedó en México. Aún así, el Asturias apenas le sacó un punto al Euskadi al final del torneo. El Chato fue uno de los que permanecieron hasta terminada la campaña y finalmente partió a Buenos Aires en 1939, fichado por San Lorenzo de Almagro.  Al quinto partido se lastimó y no se pudo recuperar. Aún así se quedó hasta 1940. Fue en ese lapso, según el historiador mexicano Gerson Zamora,  cuando conoció a Roberto Guevara, el padre del “Ché”. En alguna de las muchas biografías del revolucionario, se cuenta que Ernesto coleccionaba cromos de futbolistas y sus favoritos eran los de los vascos, por dos grandes e indiscutibles razones: su calidad futbolística y el compromiso que adquirieron con su pueblo en medio de la guerra.

El Chato volvió a México, vivió la transición del amateurismo al futbol de paga y fue campeón, en ambas épocas, con un equipo aplanadora que marcó para siempre a todo aquel que los vio jugar: el Real Club España.

En 1946 regresó a Bilbao para cerrar su larga trayectoria como futbolista en San Mamés. También volvió a su casa, en Galdácano, esa maravillosa construcción levantada por sus ancestros a roca y madera. Cuando se retiró optó por ser entrenador del Athletic, con el que conquistó la copa de 1950, y de algunos otros equipos como el Celta de Vigo, el Valladolid y el Hércules. 
Se casó con Conchita Bengoetxea, cuando ya había rebasado el medio siglo de vida. Tuvo dos hijos: Joseba y María José. El Hotel Iraragorri y el restaurante Petit Komité fueron su idea. El caserío vasco del siglo XV quedó abierto al visitante. Administró y atendió su negocio con su esposa. Seguramente de algo sirvieron los conocimientos de contaduría que adquirió en la juventud, cuando no le dejó su destino entero a la pelota. Y ahí vivió pleno y feliz hasta que murió a los 71 años, el 27 de abril de 1983. Recientemente, su esposa y sus hijos restauraron el hotel. Los blancos y los rojos identifican el lugar con magia y buen gusto. Las ocho habitaciones y las ocho mesas del Petit Komité son un homenaje silencioso al número de su posición y esa pared con las fotografías estremece a todo aquel que se planta frente al muro, su muro. Cuando pasen por el número 28 de la calle Txomin Egileor, recuerden que ahí vivió José Iraragorri Ealo, el Chato de Galdácano.

El de los goles bonitos

Fue la maestra quien atentó contra la magia generada en la región derecha de su cerebro pero que se expresaba por la parte izquierda de su cuerpo. A Manolo le amarraban la zurda al pupitre, para que fuera normal como los demás niños. La mano hizo caso pero no la pierna. “Me gustaba pegarle con la zurda, con la zurda, con la zurda. Es muy raro porque no escribo con la zurda. No soy zurdísimo porque escribo con la derecha”, recuerda el de los goles bonitos.

Manuel Negrete Arias nació el 11 de marzo de 1959 en Ciudad Altamirano, Guerrero, en plena Tierra Caliente. Debutó en Primera División el 23 de septiembre de 1979 con los Pumas de la UNAM. Bora Milutinovic lo mandó al campo de la Ciudad Universitaria para enfrentar al Unión de Curtidores. Sin embargo, los orígenes de Negrete no son de color azul y oro.

“Antes de ser profesional, podría pensarse que empecé en las fuerzas básicas de Pumas pero no, yo fui a las fuerzas básicas de Pumas pero donde estuve más tiempo fue en las fuerzas básicas de Cruz Azul”, recuerda.

Por cierto, en esta época Cruz Azul lo prestó para que jugará algunos partidos con el Pachuca. “En 76 ya estaba yo jugando en 2ª división. Mi primer equipo, en la 2ª división fue el Acapulco”, puntualiza Manolo.

Desde el puerto de Acapulco y para llegar a la Ciudad Universitaria había que cruzar la sierra, dejar Guerrero y subir a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Pero cuando el zurdito emprendió el viaje, su destino ya lo estaba esperando.

Vamos a dejar que recuerde su llegada al pedregal.

“El llegar a un equipo profesional, el llegar a probarte y que te brinden lo que me brindo Pumas fue algo que no lo cambio y que lo valoro y que agradezco. Era un equipo que tenia de todo. Tenia clase, tenia contundencia, tenia coraje, tenia garra”, platica este hombre que parece no envejecer. Con el azul y oro escribió sus mejores momentos. Fue campeón Interamericano y campeón de Liga, pero donde encontró la inmortalidad fue en el estadio Azteca, cuando jugó la Copa del Mundo de 1986.

“Yo creo que un mundial de futbol es algo que pocos futbolistas pueden vivirlo, pueden sentirlo, porque es de sentir. Y en mi caso, cuando anoto ese gol, cuando se levantan 120 mil gentes, cuando tu estás en el césped es algo impresionante, es algo que no lo vuelves a vivir pero con el simple hecho de recordar hace que vibres”, basta ver el brillo en la mirada para entender que su alma quedó atrapada en esa jugada en donde remató de tijera, el más bonito de sus goles bonitos.

Aquel lance espectacular le puso los reflectores del mundo encima. Después del mundial se va a jugar a Europa con el Sporting de Lisboa, en Portugal. Ahí es donde le dijeron de sus goles bonitos. “Anoté goles bonitos y me llamaban así, el Negrete de los goles bonitos”. Después pasó un tiempo en España, con el Sporting de Gijón, donde jugaba Luis Flores, hasta que fueron repatriados.

“Llegue de Europa con otro ritmo. Me voy una temporada a Monterrey, la 90-91, cuando pumas fue campeón. Lamentablemente siempre iba a Monterrey y anotaba muchos goles, pero se los hacía a los Rayados y a los Tigres. Y cuando estuve en Monterrey no hice tantos como me hubiese gustado”, se sincera Manolo.

En 1991 regresó a Pumas. Tuca Ferreti, recién estrenado como estratega le convocó con un mensaje cifrado que tal vez Negrete no entendió: aquella temporada pudo haberse retirado con sus colores pero no lo hizo. Se contrató con Atlante en la 92-93 y hasta salió campeón. Después se enroló con Toros Neza, para volver al Atlante y ponerle punto final a su carrera en 1996.

Para Manolo fue difícil decidirse a dejar el futbol después de tantos años. Pensar en otras cosas le revolucionó su ritmo de vida. La apostó a los bienes raíces y obtuvo rentas constantes y saludables. Pero ese era su dinero trabajando y no él.  “Pero hay otras cosas”, me dice , “yo estuve trabajando para el gobierno del estado de Guerrero en el desarrollo del deporte; estuve en la UNAM, en las actividades deportivas; y en la Federación Mexicana de Futbol, en la capacitación”. También fue candidato a diputado. Vendió pasto sintético, arte en pasto como el le llamaba a su proyecto. Y hoy sigue buscando dónde sentirse seguro, porque como el mismo dice: “mientras no tenga algo seguro yo estoy buscando muchas cosas, muchas opciones, soy hiperactivo en ese sentido”.

Más odiado que Hitler

La bestia negra, asesino, nazi despiadado, más odiado por los franceses que el propio Hitler (según una encuesta aplicada en 1982), demoledor de dientes, rompevértebras, traidor, poseso, visceral, iracundo, catalogado como uno de los futbolistas más peligrosos de la historia. Él mismo confesó que previo a un partido bebieron jarabe para la tos, cargado de efedrina, para salir al campo como leones rasurados o máquinas implacables. Si Gary Lineker hubiera leído su libro antes de pronunciar su célebre premisa sobre los el balompié, la oración hubiera rezado de la siguiente forma: “El futbol es un deporte en el que juegan once contra once y en el que al final ganan los alemanes” + “porque andan de putas y son fervientes consumidores de píldoras e inyecciones”. Persona non grata para los señores de pantalón largo, delator para muchos de pantalón corto. Descarado y cínico para las esposas de camaradas y rivales por promover el sexoservicio de calidad para aquellos futbolistas que adolecen del síndrome de la abstinencia en concentraciones prolongadas. En el viejo oeste el cartel hubiera ofrecido el millón de dólares por este sujeto llamado Toni Schumacher, porque son esos sentimientos los que llegó a despertar este alemán que jugó y perdió dos finales de Copa del Mundo, y que por una entrada severa en la disputa del balón con el francés Battiston (jugada que el mismo árbitro no juzgó como falta), pero sobretodo por sus revelaciones vertidas en un libro, fue rebajado de la élite del futbol germano. Expulsado de la selección nacional y despedido de su equipo, a quien le había dedicado quince años de su vida.

Líder nato, fiel sirviente del corazón. Predicador de los osados ejemplos. Dicen que Harald Anton Schumacher (6 de marzo de 1954, Düren, Alemania) mientras se iba haciendo futbolista trabajaba en una herrería, forjando el hierro y su espíritu a martillazos. Defensor de la teoría del sufrimiento, alguna vez extendió su brazo y le dijo a su esposa que apagara su cigarrillo en él. Para ganar hay que sufrir asegura siempre sin consideraciones: "El secreto del éxito está cuando estás muerto de cansancio. Estás KO pero dices OK". Es uno de esos eslabones generacionales que amarran las épocas con soldadura eterna. Se hizo llamar Toni en honor a uno de sus héroes, Toni Turek, arquero campeón del mundo cuando el milagro de Berna, justo en el año en que el otro Toni nació.

Empezó a jugar en 1972 y se retiró cuatro años antes de terminar el siglo XX. Después de Sepp Maier, le tocó a él comandar la retaguardia absoluta de la poderosa Alemania durante 76 ocasiones, incluidos los dos mundiales que perdió y la Eurocopa de 1980 que conquistó. Cancerbero del Colonia, del Schalke 04, del Fenerbahçe de Turquía, del Bayern Munich y del Borussia. Ganador de dos Bundesligas, tres Copas Alemanas y una Liga Turca.

En 1987, y sin ningún plan de retirarse, publicó su polémico libro titulado “Anpfiff”, que en español significa comienza el partido. El texto es un corte de caja de cómo le había ido en la feria desde que inició hasta el mundial de 1986. Si los franceses le seguían odiando ahora fue en casa donde lo deshonraron con el desprecio y cuando se fue jugar a Turquía le dieron ganas de volverse turco, no era para menos.

Fue ese gran personaje el que hizo química con la afición mexicana en 1986. Carismático y simpático, con la locura en el brillo de los ojos. Desde que los alemanes cantaron aquella canción “México, mi amor”, Toni atrajo reflectores. Y aunque en el vestuario rompía madres contra el técnico Beckenbauer o contra Rummenige, en la cancha del estadio La Corregidora mostró su gran personalidad y sus feroces formas de defender lo suyo. Fue este hombre el que atendió en primera instancia los calambres que le dieron a Hugo Sánchez en San Nicolás de los Garza, en plenos cuartos de final. Fue uno de los futbolistas más peligrosos de la historia quien consoló, con grandes dosis de ternura, a sus rivales mexicanos cuando los dejó fuera. Eso no se olvida nunca, por lo menos a los que también nos sentimos consolados aquella tarde.