En Polokwane se acabaron los milagros
No quiero subirme al barco del triunfalismo pero sí al de la historia. Hoy se le ganó a un grande por donde se le quiera ver. Aunque desquebrajada en su intimidad la Francia de Domenech significaba un equipo de jerarquía. Subcampeones del mundo con una generación que va de salida y un entrenador tan impopular que parece político en vez de estratega.
El simple hecho de enfrentarlos y estar obligados a ganar orilló a Javier Aguirre a diseñar un minucioso plan de juego. El rival fue estudiado a fondo y se descubrieron sus debilidades. Hoy la paciencia dentro y fuera del campo fue fundamental. Los mexicanos apelaron a la calma y los franceses a la parsimonia.
El partido se jugó sin esperanza de esperar a que pasaran las cosas por obra y gracia mística y religiosa. ¡Por fin! Esta vez las deidades quedaron en cada quien. Dios y las mil y una vírgenes, más los centenares de santos, no salieron ni a la banca y eso fue un gran avance. Los 23 seleccionados ya se dieron cuenta que el futbol se juega de pies a cabeza y viceversa. Cada quien hizo lo suyo. Los que no lograron su cometido quedaron en evidencia en una exposición transparente. Cada uno leyó su partitura en interpretó su parte. Eso ha sido lo más importante. Nadie esperó el milagro. Todos fueron inteligentes e intentaron darle una intención a cada jugada.
Hoy no hablemos de Francia, que sea la historia la que nos cuente que el destino quiso que un abuelo le anotara a los galos, a la misma edad que su nieto, en copas del mundo separadas por 66 años de distancia. O que el veterano del equipo marcara gol en su tercer mundial. O que el capitán se sublimara y no exigiera lo que está acostumbrado a recibir en la llamada mejor escuadra del mundo. O que los jóvenes inexpertos fueran el día de hoy los detonantes de una gran victoria.
Estamos hablando de futbol. De ese deporte en donde juegan once contra once y que con inteligencia siempre gana el que descifra la forma de resolver el problema vigente durante 90 minutos.
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