Santificado sea tu nombre


 “Maradona nuestro, que descendiste sobre la Tierra 
santificado sea tu nombre 
Nápoles es tu reino”
Oración napolitana

Nápoles, ese lugar donde el sol hace huir a las sombras de la vieja memoria. Bañado por un mar que inspira. Habitado por gente auténtica que nunca olvida. Un pueblo dinámico, bullicioso, apasionado e inconformista. Bien dicen que Diego y ese lugar no podrían parecerse más. Por eso es un icono de lo napolitano. En siete años se acomodó para siempre en su milenaria historia.

Su llegada fue mesiánica. Fue ahí donde lo convirtieron en una divinidad. A pesar de ser la tercera en importancia nacional, la ciudad simbolizaba el atraso del sur de Italia traducido en pobreza y crimen. Una adversidad parecida a la que el mismo Diego tuvo en Villa Fiorito. Maradona se enamoró de Nápoles y los napolitanos le santificaron su reinado.

Por siete millones y medio de dólares sacados de los bolsillos de Don Corrado Ferliano (presidente del S.S.C. Napoli oriundo del norte italiano) el estadio de San Paolo se convirtió en una de las tierras santas del futbol. Ni siquiera la bendita sangre de San Genaro pudo concederle a sus fieles los milagros que Santa Maradona les regaló: dos scudettos, una Copa de la UEFA y una Copa de Italia. Pero sobre todo el placer de jugarle con igualdad y superioridad a los poderosos equipos del norte.

El genio creía tener una causa por la cual luchar. Él era todo Nápoles al conducir el balón. Pequeño, fornido y bravo. Con la barba rala y la melena en libertad absoluta. Incoherente como esos ochenta y seis mil súbditos que le aclamaban por voluntarioso y que se nutría con ese cariño y entendimiento mutuo. La ciudad estaba iluminada de inmensidad.

Si esto fuera como el ajedrez, el equipo napolitano estaría jugando de forma incoherente porque el rey no estaba bajo resguardo, sino que él mismo se exponía para dirigir y ejecutar los ataques sin sacrificar peones, ni mucho menos a sus alfiles y caballos. Maradona era un pieza de ciento sesenta y siete centímetros expuesto al jaque permanente por su osadía.

El 24 de mayo de 1987 fue apoteósico. Ese día conquistaron el scudetto que compensó las frustraciones de una ciudad manipulada por sentimientos localistas y una religiosidad primitiva. Una semana duró la peste emocional del triunfo. Todas las pestes dan ganancias a pesar del costo social. Desde hace siglos Nápoles está controlada por la Camorra, una mafia compuesta por numerosos clanes o familias que resguardan sus territorios. La prepotencia y la ley del silencio ante lo ilegal es su característica, aunque a diferencia de otras mafias, los camorristas se mantienen a distancia de la política y las fuerzas armadas. Asumen el papel de conciencia condicionante. Lo controlan todo. Dan y quitan. Quitan más de lo que dan.

Siempre se ha especulado que la Camorra les dio un ídolo a los napolitanos. Un ídolo sometido a su protección paternalista y extorsionadora. Diego también se llegó a identificar con ellos porque procedían de la clase baja y habían llegado por sí mismos a hacer una inmensa fortuna; llevaban una vida dispendiosa, ostentosa; exhibían ropas llamativas, coches de lujo y daban grandes fiestas. Como él, los mafiosos tenían escasa educación, sentían una religiosidad fetichista y supersticiosa que no los inhibía de violar todas las reglas morales.

Uno de los miembros del clan de los Giuliano confesó que su familia le facilitaba a Diego la cocaína, “siempre de primerísima calidad”, para evitar que recurriera a adulteraciones que perjudicaran su físico.
Maradona vivió como el más común de los napolitanos y también como el más célebre de los camorristas. Hizo tan suya la consigna de la lucha del sur contra el norte que en el mundial de 1990 arengó a toda Nápoles para apoyarlo en contra de la propia Italia. Los argentinos acabaron eliminando a los anfitriones en San Paolo. Nápoles consintió a su ídolo, pero Diego aseguraría, años más tarde, que después de eso la vendetta en su contra habría sido implacable.

Lo cierto es que para su último año en Nápoles, el año siguiente al mundial, Maradona ya no era el mismo en la cancha. La blanca mujer lo había seducido con su misterioso sabor y su prohibido placer. Su prepotencia se magnificó pero rompió la ley del silencio. Se habla de que participó en partidos arreglados, versiones contrarias aseguran lo opuesto. El hecho es que la Camorra le dio la espalda. Y los poderes del norte consumaron su venganza a través de una muestra de orina.

El 17 de marzo de 1991 jugaron en San Paolo contra el Bari. Este fue el último partido del Rey. Puso el centro del gol. Abdicó ante el positivo del doping. Lo sancionaron quince meses. También lo acusaron junto a Guillermo Coppola por tráfico de drogas y prostitución. No se le volvió a ver en Nápoles, pero nadie le olvidó. Catorce años más tarde volvería a su reino, ahí en donde su nombre quedó santificado, ahí en donde San Genaro sigue sin poder realizar el milagro de hacer campeón al equipo de sus fieles.




1 comentario:

Señor Pato dijo...

Hola Enrique, acabo de descubrir tu blog y me ha encantado, muchas felicidades por tu talento como escritor. Particularmente, este artículo sobre Maradona me ha gustado mucho, y como el contenido pega bien con el de mi blog sobre fútbol italiano (http://pallecalcio.blogspot.com), me he permitido el lujo de citarte. Espero que no te moleste. Puedes verlo en http://pallecalcio.blogspot.com/2011/05/lecturas-imprescindibles-santificado.html

Saludos desde España :)