A finales de 1884, el mártir cubano presenció el duelo de
futbol americano entre Princeton y Yale. Estos son segmentos de la crónica que
realizó un personaje de tal envergadura.
Dicen que el juego ha
sido horrible. Era una arena abierta, como en Roma. Luchaban como Oxford y
Cambridge en Inglaterra, los dos colegios afamados, Yale y Princeton. Naranja
era el color de Yale y el de Princeton azul. El cielo sombrío como no queriendo
ver. Los gigantes entrando en el circo, con la muerte en los ojos, llevan el
traje de juego: chaqueta de cañamazo, calzón corto, zapatilla de suela de goma:
¡Todo estaba a los pocos momentos tinto en la sangre propia o en la ajena!
Los de un bando se
proponen entrar a punta de pie la bola en el campo hostil: y los de este deben
resistirlo, y volver la bola al campo vecino. Este pega: aquel acude a impedir
que la bola entre: uno se echa sobre la bola...: los diez, los veinte, todos
los del juego, trenzados los miembros como los luchadores del circo, batallan a
puño, a pie, a rodilla, a diente. Y cuando se apartan del montón el infeliz
capitán del Yale, caída la mandíbula, apretados los dientes, lívido y horrendo,
se arrastra por la arena hecha lodo. Si el día no acabase, no cesaría. Yale
vence.
El lucimiento mental
se desdeña, y se enaltece el brío del músculo.
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