Disputar una jugada con Gerardo Torrado es un acto de valentía. Su ímpetu y fuerza exigen al máximo. Su labor se coloca al borde de los límites. Este seleccionado nacional juega al estilo de la vieja escuela de pasa el balón pero no el hombre y a veces ninguno de los dos.
De Gerardo no podemos contar la historia aspiracional del jugador de las colonias populares que sueña con ser futbolista profesional para ser alguien en la vida. Basta con conocer su apellido, Torrado Diez de Bonilla, para saber que su infancia fue sin carencias pero sus valores lo llevaron a ser perseverante y nunca se rindió para llevar a cabo su plan de vida.
Nació el día del niño (30 de abril) de 1979 y al cumplir la mayoría de edad debutó con los Pumas en el estadio Universitario de San Nicolás de los Garza (Nuevo León), enfrentando a Tigres.
Al no ser un talento de barrio, la construcción futbolística de Torrado fue académica y salió graduado de la entonces fértil y útil cantera universitaria.
Fue al mundial juvenil de Nigeria, en 1999. Ese mismo año dio el brinco a la mayor y adquirió una inusual confianza en sí mismo. En México, los futbolistas jóvenes, por lo general, obedecen y dejan en manos de terceros su destino. Torrado, siempre bajo la representación de su propio padre, quiso jugar en Europa y no le importó picar la dura piedra de las divisiones inferiores de la península, cuando en México gozaba de cierta comodidad profesional con Pumas.
Llegó al Tenerife, un equipo de segunda división desconocido en México, hasta que Gerardo lo dio a conocer. Tenerife no es parte del territorio peninsular español. Es una pequeña isla que está frente a la costa del noroeste africano, en las famosas Islas Canarias, y que logró el ascenso a la gran liga cuando el mexicano ocupó la contención.
La reestructuración del equipo para afrontar el reto no fue justa con Torrado. Nunca vio acción en la primera división y, de tajo, decidió partir e intentarlo en otro lado. Así llegó al Polideportivo Ejido, el penúltimo escalón hacia la Liga de las Estrellas. Fue el Sevilla el que lo puso donde él quería en el 2002 y a su vez fue premiado con un lugar en la selección de Javier Aguirre que participó en el mundial de Corea-Japón 2002. Anotó un gol contra Ecuador y sacó de quicio a Francesco Totti y Alessandro del Piero en el partido contra Italia.
Se le empezó a conocer como el borrego por su cabellera tan enchinada que parecía lana, aunque el mote era la analogía perfecta de su forma de jugar, y más se justificó cuando decidió raparse sin complejos.
Lo que muchos vaticinaron como una loca aventura por el viejo continente de un joven de clase acomodada se convirtió en un gran ejemplo de carácter y perseverancia.
De Sevilla partió con una vasta experiencia dentro y fuera del campo. Pasó al Racing de Santander y se convirtió en titularísimo, sin embargo La Volpe no lo llamaba. El mundial de Alemania estaba en puerta, hasta que por fin, ocupó su lugar en la Copa Confederaciones disputada un año antes del magno evento.
Para conseguir su participación en una segunda Copa del Mundo, el Borrego regresó a México tras una buena oferta de Cruz Azul y con la intensión de estar siempre presente en la lista del técnico nacional. Finalmente jugó tres de los cuatro encuentros de la selección en la antigua Germania.
Torrado tiene una cuenta pendiente consigo mismo. No ha podido ser campeón de liga. Estuvo dos veces muy cerca con Cruz Azul, pero fueron derrotados en la gran final.
La Máquina cementera cayó en una depresión profunda que ni la fórmula de Torrado ha podido contrarrestar. Últimamente los árbitros se han mostrado poco tolerantes con el estilo del Borrego y ha sido castigado, pero el juego requiere de fuerza y pundonor, de ese oficio de trabar al contrario, estrictamente bajo el pacto de caballerosidad que rige al futbol.
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