Cada que
este niño se levantaba se fijaba en el sol, de eso dependían sus días. De ahí
partía todo lo demás. Antes que nada pensaba en la vida y así, sin quejarse
nunca, según Fabio Capello, se convirtió en la historia viva del futbol
mundial.
Hijo de
futbolista, cortó de tajo los posibles qué dirán. Su padre nunca le contó nada
y él jamás le pidió relatos. Todo ya estaba en su mapa genético. No hacían
falta palabras porque desde niño su portentoso físico y su inigualable talento
para jugar señalaban que él sería uno de los elegidos.
Futbolista
de carácter. Debutó a los 16 años y siete meses. Domó sus instintos y controló
sus reacciones. Nació diestro y jugó por la izquierda. Infranqueable en el uno
a uno. Veloz y resistente. Un defensor excelso, discreto y caballeroso que
orilló a la fundación ficticia de un club de atacantes damnificados, presidido
por el español Michel.
Si bien creció
a la sombra de Baresi, cuando Paolo lo superó conocimos lo superlativo de la
retaguardia. Dicen que ni siquiera miraba a la cara a sus adversarios, que no
los marcaba, simplemente los mataba con la indiferencia.
Maldini el
eterno. La mejor estampa milanista, diría Santiago Segurola. El eslabón que
unió la historia rossonera. El hijo que trascendió al padre y el padre que
espera que su propio hijo siga buscando ese sol que le marca el destino a los
suyos. De nada le hace falta el balón de oro a un futbolista que ganó siete
escudetos, cinco Champions, dos Copas Intercontinentales, cinco Supercopas de
Italia y cinco Supercopas de Europa además de un Mundial de Clubes.
Con la
selección acumuló más minutos mundialistas que nadie. El minutero dio la vuelta
dos mil doscientos diecisiete veces.
Por eso,
cuando le dijo adiós al futbol, tras 24 años y más de 900 partidos, una manta
en San Siro clamaba a la ciencia la clonación del ídolo. Imposible, Paolo es
irrepetible.
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