El descenso del Necaxa de drama tuvo pocos momentos. No hubo escenas tan desgarradoras. El dolor no caló tan profundo como en otros descensos. Algunos lloraron pero solo por amor propio. La pasión por este equipo ha ido muriendo como lo han ido haciendo sus viejos aficionados o bien aquellos niños que le fueron a los Rayos en los noventas han crecido y perdido la ilusión.
Necaxa es un histórico del futbol mexicano desde 1923. Llegó a ser el equipo que contaba con lo más granado del futbol mexicano. Tuvieron un parque de ensueño en donde vivían sus futbolistas traídos de la lejana provincia de occidente. Ahí nacieron chamacos que luego defendieron la playera como si de su propia estirpe se tratara.
Fueron hermanos, dicen que once, los que se volvieron leyendas y campeonaron.
Fueron selección nacional con todo y su naturalizado cuando jugaron el centroamericano por México, en 1935, alineando al peruano Julio Lores.
Fue con esos colores con los que debutaron Horacio Casarín o Nacho Trelles.
Fue Necaxa el único en decirle no al profesionalismo, pero muchos años después se convirtieron en el primer cuadro mexicano en participar en un mundial de clubes.
Fueron sus héroes los que le ganaron al Santos de Pelé, en 1961, y que llevan casi medio siglo festejándolo, puntualmente, cada dos de febrero.
Era el impredecible equipo que en quince minutos resolvía el partido más difícil pero en una jugada perdía con los más débiles.
Fue un necaxista, Roberto Martínez el Loco, quien anotó el primer gol mexicano en el estadio Azteca.
Fueron algunos de sus jugadores los que valientemente defendieron sus derechos laborales en un sindicato efímero que les cobró con el retiro prematuro.
Fue una escuadra que tomó la forma de un toro de lidia con la vida contada en tres tercios como la del Atlético Español.
Fue equipo de grandes arqueros. Desde la galanura del Pipiolo Estrada, pasando por el portero de la mala suerte, Jorge Morelos, el Piolín Mota, Adrián Chávez, y hasta el incansable Nicolás Navarro.
Hombres rudos se batieron en la zaga. Con Toño Azpiri no pasaba nadie, con el Cuchillo Herrera, tampoco.
Fue la casa de Aguinaga, uno de los extranjeros que nadie olvidará jamás.
Tachado de ser un equipo ostión tuvo perlas de gran valor al ataque como Bassay, Peláez o el Ratón Zárate.
Fue el botadero del América, una especie de correccional para grandes astros que volvían a brillar ante estadios semivacíos.
Fue el equipo de un presidente de México, de un escritor futbolero, de un defensor de la democracia y de varios comediantes.
Fue el experimento máximo de la escuela lapuentista.
Fue el último gran multicampeón del milenio pasado.
Pero también fue el equipo anciano al que no le guardaron respeto alguno, al que sus familiares olvidaron y llevaron a vivir a un recinto cómodo, en la tranquilidad lejana de la provincia.
Fue el paraíso de los tiburones del mercado de piernas. Fue caja chica. Fue un intento de nada. Fue un equipo sin alma estos últimos años.
Los necaxistas, dentro y más allá del campo, fueron hombres de tanta pasión que en el pasado ocasionaron un incendio en las tribunas que acabó con el Parque Asturias pero que hoy se van sin ni siquiera poder arrastrar el peso de tanta historia que no sintieron, que no valoraron, que no conocieron.
Necaxa está en la división de ascenso pero lo mejor sería decirle adiós a un nombre que ya está hueco. Que no es referencia de nada y que como parte del pasado histórico de nuestro futbol sería mejor guardar en el acervo intocable de la memoria.
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