Hay un hombre empecinado en corresponder a un gesto noble de
un ídolo en apuros. Insiste en tocar todas las puertas que existen para que,
por lo menos, no se le olvide. Cuenta que de joven formó parte de aquel Atlante
setentero que logró volver a primera división, sin otra cosa que lo que cada
jugador podía poner, cuando la elegancia y la técnica depurada, acaban
estorbando al corazón de un equipo que hasta tuvo que rentar balones para
entrenar. El hombre empecinado era conocido, por muy pocos, como “El Pelos”. El
ídolo en apuros fue bautizado por Ángel Fernández como “Calaca II”, por ser
homónimo del célebre mundialista, José Luis “Calaca” González.
“El Pelos”, quien se llama Javier Lazcano Guadarrama, ha
sido atlantista toda su vida. Su agradecimiento eterno a José Luis González
Arsola tiene una razón de ser. Cuando él era un novato, en un interescuadras, Arturo
Zárate le acomodó un descontón que le perforó el pómulo izquierdo. Nadie fue en
su auxilio, de momento. El agresor lo miró con desdén mientras de su herida
brotaba sangre sin parar. En eso llegó uno de los pesados del equipo. Era el “Calaca
II”. El “Viejo” Artero, masajista y una especie de curandero sabio, también,
acudió en su auxilio. Y entre los dos consolaron a Lazcano. La solidaridad del
futbolista estrella y las pomadas mágicas del “Viejo” provocaron que la herida
del muchacho sellara un pacto de agradecimiento para siempre.
Por eso nos quedamos de ver en Temoaya, un municipio
mexiquense cercano a Toluca y situado en donde la sierra arranca su pendiente.
Ahí sobrevive José Luis a un cúmulo de enfermedades y conflictos que él mismo
se buscó cuando le dio por sentirse guapo. “Yo soy José Luis González Arzola”,
me dice, cuando nos sentamos a platicar al pie del marco de un llanito de San
Mateo Atenco, en donde, esa tarde, arrancó su escuela filial del Pachuca, literalmente
con cuatro clavos en la bolsa, para poder colocar la manta que promociona al
lugar. Su rostro está iluminado por un sol que está a punto del ocaso. Sus
pequeños ojos brillan y avisan que la emoción acabará por humedecerlos al
terminar cada relato del pasado y del presente. El futuro lo dejaremos
pendiente, por el momento.
“No conviví con mi papá. De hecho yo viví con mi abuelita y con
mi tía. Ellas fueron las que me criaron porque yo no conocí a mi mamá, tampoco”,
relata sin escatimar. El pequeño miraba la televisión y se veía jugando en las
canchas. “Tuve que vender tacos, di grasa (fue bolero o lustrador de calzado), tiraba
basuras. Yo le buscaba. Siempre he sido un luchador, hasta la fecha”, se
sincera.
José Luis se cruzaría con la oportunidad de ser futbolista
cuando su sueño infantil se había esfumado. Fue cuando trabajaba en la Conasupo (la paraestatal que se
encargaba del sistema de abasto y seguridad alimentaria en México), descargando
costales de frijol, a pie de vía del ferrocarril, cuando viejos atlantistas,
como el Chato Sierra, que trabajaban ahí, le dijeron que se fuera a probar. Por
lo menos en la liga llanera donde jugaban, sobresalía con distinción. Además, los
músculos y huesos de su cuerpo delgado, acabaron siendo fortalecidos por el
arduo ejercitamiento de su lomo cargador. El equipo azulgrana pasaba por uno de los capítulos más
complicados de su historia. Estaba en la segunda división. Lejos del glamour y
rentando balones para entrenar en la semana. Ahí empezó a jugar. Desde abajo.
El llano de San Mateo Atenco está rodeado de escuelas y algunas
tierras de cultivo. Toluca ha devorado el valle y la zona metropolitana se
extiende sin remedio. José Luis quiere que los niños de la región tengan una
oportunidad de divertirse, primero, y si tienen cualidades, él mismo se pondrá
de ejemplo para que, por lo menos, no se repitan esos errores que le siguen
metiendo el pie, a pesar de que no ha vuelto a beber y que ya no tiene dinero
para el despilfarro.
Los orígenes del Calaca II son muy claros. Tenía lo mínimo
indispensable para afrontar la vida. Ni siquiera soñó en llegar tan lejos por
eso cuando lo tuvo todo se volvió loco y se sintió tan guapo que hasta se
compró ocho automóviles de un jalón. “Decían que era agrandado pero yo nada más
llegaba en mi Grand Marquis con una güerota al lado”.
Imaginen que cuando José Luis cargaba costales le pagaban
tres mil pesos y de futbolista empezó a ganar tres millones. Acostumbrado a
subsistir sin nada, cuando tuvo todo se ahogó. Después del mundial México 1986, el Calaca II se deprimió
tanto por no haber sido llamado a la selección que pensó en el autoexterminio.
Quería morirse, pero escogió la vía larga. Con esas escalas que te dan las
crudas, la falta de dinero o de valor para comprar un arma y pegarse un tiro, y
la propia inercia de la vida que hace que el corazón siga latiendo aunque tú no
quieras. José Luis jugaba muy bien a la pelota. Si bien estuvo a punto de ser
campeón en 1983 con el Atlante y perdió aquella final en penales contra los
Tigres, su trayectoria lo define como un jugador que marcaba diferencias. Pero
cuando se sintió excluido y tomó esa vía larga de los tragos, llegó a ese parteaguas
de su vida que le obliga a decir: yo fui, yo soy.
Esa tarde calurosa en que convivimos, fue una tarde que se
fue dando hablando de la vida. Al Calaquita le cuesta trabajo reponer las
fuerzas que le quita la diabetes. Hace seis años, una muela infectada le
provocó un paro cardiorespiratorio que lo tuvo en coma y con los peores
pronósticos. Hoy, un glaucoma le ha estado consumiendo la visión periférica.
Pero ya puede aunque sea trotar unos metros, que para él son síntoma de que las
cosas van por buen camino. Mientras tanto, El Pelos observa y escucha todo. Lleva años
auxiliando a su amigo y correspondiendo a ese gesto generoso del futbolista
estrella. A Javier la vida lo trata con severidad. Su situación personal le
quita el sueño. Pero su agradecimiento es un pacto de honor y ante tal
compromiso empeñado, hay que ponerse de pie.