Así, en un sobre rotulado con el apellido del personaje, entregaba los encargos mi querido Pepe Ramírez, Juanito 70 como le decía todo mundo, José Ramírez y Pérez como se presentaba él, extendiendo sus coloridas tarjetas para promocionar sus servicios como fotógrafo.
Nació el 10 de septiembre de 1937 en la colonia Obrera de la ciudad de México. Inició su trayectoria como fotógrafo profesional el 6 de enero de 1964. Su sello particular fue el retrato del jugador en pose.Colaboró con las revistas Futbol Colección de Oro, Balón, Gol, Tiro de Esquina, Futbol Total, De Sangre Azul, Goya, Chivas de Corazón, Puros Mexicanos. Así mismo trabajó para El Diario de México, Impar y con el diario deportivo Récord. También proporcionó sus servicios al programa Súper Estadio, dirigido por Francisco Javier González. El 9 de octubre de 2014 preparó su último rollo, lo insertó en su vieja cámara y partió para tomarle fotos a la eternidad.
Te voy a extrañar mi querido José Ramírez y Pérez, siempre que podías me sacabas el retrato. Que lástima que nunca nos sacamos una foto juntos.
Saeta para la Saeta
Antes de Pelé y Maradona existió un Dios que reventó los límites del juego. Tomó la forma de un viejo prematuro que parecía que se desplazaba lerdo sin embargo decían que era una saeta. Calvo y con arrugas marcadas en la frente, como las de los sabios que tienen aprendidas prácticamente todas las lecciones de la vida. Son pocos los que tienen presente la estampa de este futbolista luciendo joven, aun siéndolo. Un héroe vestido de blanco, como los clásicos, que en vez de laureles lucía una corona de cabellos escasos que en su momento fueron rubios. Nunca portó el ostentoso 10. El fue un nueve y casualmente el número 9 es el signo del genio artístico. Es el número de la persistencia, la generosidad y la capacidad de empuje. Aunque también dicen que se autoadulan, que son posesivos, que no cuidan sus finanzas y necesitan acaparar la atención del mundo.
Y que se haya llamado Alfredo también perfila al personaje. Amigo de la paz o gobernante pacífico significa el nombre germano (por cierto, el primer apodo que tuvo fue “El Alemán”, por sus rasgos). Simpáticos, amables en su trato. Con mucha imaginación. Que le gustan los deportes y tiene mucha energía. Que contagia de entusiasmo a todos los que están a su alrededor. Y en el amor, necesita compartir sus ideales con su pareja. “Gracias, vieja” les escribió un día un libro entero a la pelota.
Volviendo a esa corona de escasos cabellos, nos encontramos con la coincidencia del apellido: Di Stéfano que deriva del nombre griego “stephanos” cuyo significado es “corona de laurel”, o bien, “el victorioso” porque en la Grecia Antigua sólo los héroes que la conquistaban podían portar los laureles.
La Saeta, vaya apodo, aunque es el proyectil letal que nos remonta a nuestro ancestral origen cazador, la flecha señala trayectoria y sentido. Las saetas son palabras precisas, concisas, es hablar claro. Cuenta un antiguo relato que “un flechador al enderezar una flecha la mira a todo lo largo con un ojo cerrado, y de esto se saca la enseñanza de la visión unitaria”. Saeta también es un canto religioso muy gitano que va a capela, al paso del Cristo muerto en la semana santa. Un canto profundo de dolor que hoy, y con todas las distancias y el respeto a la religión del Jesús del madero, se debe cantar en honor a este Dios del futbol que ha terminado su aventura en el mundo de los humanos.
Y que se haya llamado Alfredo también perfila al personaje. Amigo de la paz o gobernante pacífico significa el nombre germano (por cierto, el primer apodo que tuvo fue “El Alemán”, por sus rasgos). Simpáticos, amables en su trato. Con mucha imaginación. Que le gustan los deportes y tiene mucha energía. Que contagia de entusiasmo a todos los que están a su alrededor. Y en el amor, necesita compartir sus ideales con su pareja. “Gracias, vieja” les escribió un día un libro entero a la pelota.
Volviendo a esa corona de escasos cabellos, nos encontramos con la coincidencia del apellido: Di Stéfano que deriva del nombre griego “stephanos” cuyo significado es “corona de laurel”, o bien, “el victorioso” porque en la Grecia Antigua sólo los héroes que la conquistaban podían portar los laureles.
La Saeta, vaya apodo, aunque es el proyectil letal que nos remonta a nuestro ancestral origen cazador, la flecha señala trayectoria y sentido. Las saetas son palabras precisas, concisas, es hablar claro. Cuenta un antiguo relato que “un flechador al enderezar una flecha la mira a todo lo largo con un ojo cerrado, y de esto se saca la enseñanza de la visión unitaria”. Saeta también es un canto religioso muy gitano que va a capela, al paso del Cristo muerto en la semana santa. Un canto profundo de dolor que hoy, y con todas las distancias y el respeto a la religión del Jesús del madero, se debe cantar en honor a este Dios del futbol que ha terminado su aventura en el mundo de los humanos.
Tirano o redentor
Por su valentía y lealtad llegó a ser el hombre de confianza del general Lázaro Cárdenas. Fue jefe del estado mayor presidencial. Nació el 30 de mayo de 1889, en Mascota, Jalisco. Su personalidad era una extraña combinación de marcialidad militar y elegancia de play boy. Nunca fumó ni bebió, y disfrutó de las canciones mexicanas.
Volteó a ver al futbol cuando se le presentó la posibilidad de convertirse en el redentor de un equipo pobre y lleno de deudas. Los prietitos del Atlante estaban en serios problemas y fue el gran cronista, Don Agustín González “Escopeta” quien le pidió que fungiera como cerebro y corazón del equipo azulgrana, que agonizaba por aquel entonces. “El Atlante se muere, general y es el equipo del pueblo”, le dijo el cronista. Apeló, entonces, a los más sólidos valores de un militar: defender los intereses del pueblo. Era el año de 1935 y, desde Palacio Nacional, el general aceptó la petición de “Escopeta”. Para no descuidar sus obligaciones, trazó una estrategia y movió sus piezas. El ingeniero Guillermo Aguilar Álvarez (padre) tomó las riendas del potro, aunque siempre bajo las órdenes del militar.
Fue en estos años cuando el futbol amateur tenía sus pequeñas mañas. Todos los jugadores atlantistas eran, por lo menos en teoría, policías de la ciudad de México, en ese amateurismo insostenible y disfrazado.
Era el equipo del pueblo y sus futbolistas se convirtieron en los soldados de un general que prefería no ver las batallas porque rara vez ponía atención a lo que pasaba en el campo de juego. Se ponía muy nervioso, cuentan algunos. Estudiaba la periferia, la forma y el fondo de la batalla, decían otros. Era un hombre de guerra con el concepto del enemigo bien definido. Jamás cruzó palabras con sus rivales mientras el balón estaba en juego.
Fue él quien logró convencer al mismo presidente de México, Manuel Ávila camacho, para limitar el numero de extranjeros en los equipos mexicanos. Bajo su mando, el Atlante logró dos campeonatos, uno en la temporada 1940-1941 y otro en 1946-1947. Así mismo ganaron tres copas y un campeón de campeones. Envejeció con el equipo y le soltó la rienda cuando su salud le quitó las fuerzas. Eso sucedió en 1966.
El 9 de febrero de 1977, justamente el año en que el Atlante descendió por primera vez a la segunda división, el general José Manuel Núñez murió. Su legado divide opiniones, unos dicen que fue un tirano, otros un redentor, pero como bien decía él: “que hablen mal, pero que hablen”.
Volteó a ver al futbol cuando se le presentó la posibilidad de convertirse en el redentor de un equipo pobre y lleno de deudas. Los prietitos del Atlante estaban en serios problemas y fue el gran cronista, Don Agustín González “Escopeta” quien le pidió que fungiera como cerebro y corazón del equipo azulgrana, que agonizaba por aquel entonces. “El Atlante se muere, general y es el equipo del pueblo”, le dijo el cronista. Apeló, entonces, a los más sólidos valores de un militar: defender los intereses del pueblo. Era el año de 1935 y, desde Palacio Nacional, el general aceptó la petición de “Escopeta”. Para no descuidar sus obligaciones, trazó una estrategia y movió sus piezas. El ingeniero Guillermo Aguilar Álvarez (padre) tomó las riendas del potro, aunque siempre bajo las órdenes del militar.
Fue en estos años cuando el futbol amateur tenía sus pequeñas mañas. Todos los jugadores atlantistas eran, por lo menos en teoría, policías de la ciudad de México, en ese amateurismo insostenible y disfrazado.
Era el equipo del pueblo y sus futbolistas se convirtieron en los soldados de un general que prefería no ver las batallas porque rara vez ponía atención a lo que pasaba en el campo de juego. Se ponía muy nervioso, cuentan algunos. Estudiaba la periferia, la forma y el fondo de la batalla, decían otros. Era un hombre de guerra con el concepto del enemigo bien definido. Jamás cruzó palabras con sus rivales mientras el balón estaba en juego.
Fue él quien logró convencer al mismo presidente de México, Manuel Ávila camacho, para limitar el numero de extranjeros en los equipos mexicanos. Bajo su mando, el Atlante logró dos campeonatos, uno en la temporada 1940-1941 y otro en 1946-1947. Así mismo ganaron tres copas y un campeón de campeones. Envejeció con el equipo y le soltó la rienda cuando su salud le quitó las fuerzas. Eso sucedió en 1966.
El 9 de febrero de 1977, justamente el año en que el Atlante descendió por primera vez a la segunda división, el general José Manuel Núñez murió. Su legado divide opiniones, unos dicen que fue un tirano, otros un redentor, pero como bien decía él: “que hablen mal, pero que hablen”.
El padre, la voz y el gol del Azteca
Como un anciano sabio guarda el conocimiento de la vida, este coloso guarda el alma del futbol. Más de cien mil toneladas de concreto armado sirvieron para construir un monumento al juego que despierta una pasión universal. Aquí se consagraron los más grandes de la historia, Pelé en 1970, Maradona en 1986, porque es un templo creado por y para el futbol. Aunque también ha sido escenario de conciertos, peleas de box, partidos de futbol americano, carreras de motocross y hasta un Papa bendijo al mundo desde el centro del campo. Han pasado 48 años desde que abrió sus puertas y fue en la mente del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez donde emanaron los primeros trazos del proyecto. Hace una década tuve el honor de platicar con él sobre su creación y me dijo que “todo en arquitectura es una serie de análisis y soluciones que se van conjugando. Ya el resultado es consecuencia”, me dijo con la firme intención de no vanagloriarse al hablar del coloso.
Dos mil quinientos hombres y tres años de trabajo fueron necesarios para concluir la obra, el triple de tiempo de lo que utilizaron los ingleses cuando construyeron Wembley, y simplemente lo necesario para crear un recinto para 100 mil espectadores y que al mismo tiempo brindara una particular cercanía del público asistente con el campo de juego. “Nosotros procuramos hacer un estadio lo más cercano posible a la cancha para hacerlo más acogedor. Esos fueron los aspectos, que fuera más acogedor y que fuera financiable”, me dijo el arquitecto.
Pedro Ramírez Vázquez siempre estuvo al pendiente de su obra. Supervisó los detalles, de principio a fin. Sin embargo, el destino no quiso que estuviera ahí aquel 29 de mayo de 1966. Esta es la anécdota que me platicó: “Estaba en España y al salir de Madrid el avión de Aeronaves de México, tuvo un accidente en el tren de aterrizaje, tronaron las llantas y nos llevamos un susto terrible. Se suspendió el vuelo y no pude encontrar una conexión que me pudiera traer a tiempo. Entonces no llegué a la inauguración”.
Los años han pasado para los hombres pero el concreto hace pensar en la eternidad porque como bien comentó el arquitecto Ramírez Vázquez “para obras de este tipo, de uso público, el estadio está, si acaso adolescente”.
Intimida, impone. En la inmensidad de sus entrañas el silencio obliga a contemplar.
“Señoras y señores, bienvenidos al estadio Azteca…” retumba con el eco profundo que provoca el estadio vacío. Desde siempre la voz del coloso ha sido la misma… imaginen la cantidad de recuerdos, de anécdotas. Mejor que nos cuente algunas el dueño de la voz, Don Melquiades Sánchez Orozco.
“Es para mi un placer, un momento realmente emocionante el acumular todos esto años con las emociones acumuladas en la tribuna y en la cancha”, dice el querido Perraco, “por eso cuando llego aquí, siendo un simple empleado, “La voz del Azteca, siento que el estadio me saluda, que las piedras me hablan y hasta me vacilan a veces por eso: ahí va al que le hablan la piedras. Pero hablando en serio, yo sí siento que el estadio de alguna manera se comunica con uno. Será por la historia, o por todo lo que uno va acumulando en el espíritu”.
A lo lejos, sobre calzada de Tlalpan viene caminando el hombre que no durmió la víspera de aquel 29 de mayo del 66, pensando en una sola cosa: marcar primero. Es Arlindo dos Santos Cruz, anotador del primer gol en el estadio Azteca.
“Yo no dormí, un solo segundo no cerré los ojos. Estuve toda la noche despierto con la vista pegada al techo del hotel. Fabricando jugadas mentalmente. Rezando y pidiendo a Dios que me diera la oportunidad para ser el anotador del primer gol de este inmueble tan bonito y tan grande”, me platicó el menudito jugador brasileño.
Las suplicas fueron escuchadas y su fe fue tan grande que al minuto 10 del juego entre el América y el Torino de Italia su vida cambió para siempre. Ese momento lo definió por el resto de su vida.
Arlindo se posiciona sobre el terreno de juego para reconstruir la jugada. “Me anticipé a dos italianos. Acomodé el balón aquí y de aquí le pegué con todo. Con toda la técnica individual”, relata con gran emoción. De pronto, comienza a caminar trazando con el índice de su mano izquierda, la trayectoria del balón que viajaba rumbo a las redes. “El balón se metió aquí, en donde las arañas hacen su nido”. Ese día celebró como si quisiera tocar el cielo.
Dos mil quinientos hombres y tres años de trabajo fueron necesarios para concluir la obra, el triple de tiempo de lo que utilizaron los ingleses cuando construyeron Wembley, y simplemente lo necesario para crear un recinto para 100 mil espectadores y que al mismo tiempo brindara una particular cercanía del público asistente con el campo de juego. “Nosotros procuramos hacer un estadio lo más cercano posible a la cancha para hacerlo más acogedor. Esos fueron los aspectos, que fuera más acogedor y que fuera financiable”, me dijo el arquitecto.
Pedro Ramírez Vázquez siempre estuvo al pendiente de su obra. Supervisó los detalles, de principio a fin. Sin embargo, el destino no quiso que estuviera ahí aquel 29 de mayo de 1966. Esta es la anécdota que me platicó: “Estaba en España y al salir de Madrid el avión de Aeronaves de México, tuvo un accidente en el tren de aterrizaje, tronaron las llantas y nos llevamos un susto terrible. Se suspendió el vuelo y no pude encontrar una conexión que me pudiera traer a tiempo. Entonces no llegué a la inauguración”.
Los años han pasado para los hombres pero el concreto hace pensar en la eternidad porque como bien comentó el arquitecto Ramírez Vázquez “para obras de este tipo, de uso público, el estadio está, si acaso adolescente”.
Intimida, impone. En la inmensidad de sus entrañas el silencio obliga a contemplar.
“Señoras y señores, bienvenidos al estadio Azteca…” retumba con el eco profundo que provoca el estadio vacío. Desde siempre la voz del coloso ha sido la misma… imaginen la cantidad de recuerdos, de anécdotas. Mejor que nos cuente algunas el dueño de la voz, Don Melquiades Sánchez Orozco.
“Es para mi un placer, un momento realmente emocionante el acumular todos esto años con las emociones acumuladas en la tribuna y en la cancha”, dice el querido Perraco, “por eso cuando llego aquí, siendo un simple empleado, “La voz del Azteca, siento que el estadio me saluda, que las piedras me hablan y hasta me vacilan a veces por eso: ahí va al que le hablan la piedras. Pero hablando en serio, yo sí siento que el estadio de alguna manera se comunica con uno. Será por la historia, o por todo lo que uno va acumulando en el espíritu”.
A lo lejos, sobre calzada de Tlalpan viene caminando el hombre que no durmió la víspera de aquel 29 de mayo del 66, pensando en una sola cosa: marcar primero. Es Arlindo dos Santos Cruz, anotador del primer gol en el estadio Azteca.
“Yo no dormí, un solo segundo no cerré los ojos. Estuve toda la noche despierto con la vista pegada al techo del hotel. Fabricando jugadas mentalmente. Rezando y pidiendo a Dios que me diera la oportunidad para ser el anotador del primer gol de este inmueble tan bonito y tan grande”, me platicó el menudito jugador brasileño.
Las suplicas fueron escuchadas y su fe fue tan grande que al minuto 10 del juego entre el América y el Torino de Italia su vida cambió para siempre. Ese momento lo definió por el resto de su vida.
Arlindo se posiciona sobre el terreno de juego para reconstruir la jugada. “Me anticipé a dos italianos. Acomodé el balón aquí y de aquí le pegué con todo. Con toda la técnica individual”, relata con gran emoción. De pronto, comienza a caminar trazando con el índice de su mano izquierda, la trayectoria del balón que viajaba rumbo a las redes. “El balón se metió aquí, en donde las arañas hacen su nido”. Ese día celebró como si quisiera tocar el cielo.
El Autogol
Dedos deformes, poderosos pero mullidos. Manos enormes castigadas por la vertiginosa rotación y traslación de la esfera de cuero. Un error superlativo que dejó de serlo por respeto a la persona. Un gol anotado con la mano pero sin la asistencia de Dios y la trampa del mezquino. “No me pregunten” dijo el titán que antes de comentar quiso ver la repetición de la jugada que le arrebató los puntos de la victoria. Y cuando se cerró la puerta del vestuario, dicen, todos sufrieron un ataque de carcajadas por lo inverosímil del acontecimiento. Luego entró el sabio entrenador y muy mordaz volvió a mirar las manos del gigante que parecían calamares por la deformidad de sus dedos. “Fue por eso que no pudo controlar el balón”, dijo. Un balón blanco, de corte francés, con estrellas negras adornando los gajos redondos. En eso, un jovencito salió a defender a su portero. Su bigotillo se movía tembloroso mientras aseguraba que el balón iba para él, cuando de repente quedó marcado por el delantero de los otros. El poderoso brazo del cancerbero se amarró en seco y revirtió la dirección de la bola, para, culminar en ese autogol anotado con su propia mano. Lo cierto es que en cuanto tomaba la pelota en sus manos se convertía en el primer atacante del equipo. A mí tampoco me pregunten, que sigo viendo la repetición de aquel 23 de mayo de 1976.
El Sheriff que regaló su Ferrari
Hijo de un héroe de antaño, nacido rojiblanco, símbolo chiva, el
Sheriff es una leyenda maltrecha. Fernando Quirarte Gutíerrez nació el 17 de
mayo de 1956, en Guadalajara, Jalisco. Es hijo de Fausto Quirarte, jugador activo
en los años treinta. Don Fausto fue portero y su hijo, siempre maravillado con
el uniforme negro de su papá, le prometió: “Algún día seré como tú”. Fernando
creció dentro de la institución partiendo desde las fuerzas básicas pero
prefirió defender el arco con los pies, en la zaga. Debutó en la temporada
1976-77 y fue campeón con el Rebaño en la temporada 1986-87.
Era un sublime defensa central. Se caracterizaba por su excelente juego
aéreo y muy eficaz en la marcación mano a mano, además de un liderazgo sobresaliente
en el campo. Estuvo presente en las grandes broncas contra el América. Nunca le
corrió al destino, él era el capitán.
Fue seleccionado mexicano en 45 ocasiones y anotó cinco goles, dos de estos en la copa mundial México 1986. Aquel 11 de junio, contra Bélgica marcó el primero, el segundo sería contra Irak, Fernando lo celebró llorando, corriendo y con las manos al cielo. Cubriendo con las manos su rostro totalmente expresivo. Su padre, Don Fausto, tenía días de haber fallecido y en su honor compartió su homenaje con el mundo. “Mi padre fue quien impulsó mi carrera. Si escogí ser futbolista mucho se lo debo a él, y claro, también a mis hermanos. A todos nos fascinaba el futbol y mi papá era quien más feliz estaba con esto. El grupo de jugadores, me apoyó como nadie, éramos una gran familia y esto nos unió un poco más. Sabía que mi ángel me había puesto ahí, en ese lugar y en ese momento indicado. Lloré de alegría, de melancolía, es algo inolvidable”, recuerda siempre el Sheriff.
Fue seleccionado mexicano en 45 ocasiones y anotó cinco goles, dos de estos en la copa mundial México 1986. Aquel 11 de junio, contra Bélgica marcó el primero, el segundo sería contra Irak, Fernando lo celebró llorando, corriendo y con las manos al cielo. Cubriendo con las manos su rostro totalmente expresivo. Su padre, Don Fausto, tenía días de haber fallecido y en su honor compartió su homenaje con el mundo. “Mi padre fue quien impulsó mi carrera. Si escogí ser futbolista mucho se lo debo a él, y claro, también a mis hermanos. A todos nos fascinaba el futbol y mi papá era quien más feliz estaba con esto. El grupo de jugadores, me apoyó como nadie, éramos una gran familia y esto nos unió un poco más. Sabía que mi ángel me había puesto ahí, en ese lugar y en ese momento indicado. Lloré de alegría, de melancolía, es algo inolvidable”, recuerda siempre el Sheriff.
Por aquellos años, Emilio Pérez de Rozas, enviado del diario español El
País a la copa del mundo, entrevistó a la madre del Sheriff, Doña Luz
Gutiérrez, quien compartió una excelente anécdota: "Cuando vi que el que
había conseguido ese gol era mi hijo, quise morirme. Siempre le ha gustado
subir a rematar, y por eso le regaño muy a menudo, diciéndole: 'Hijo, no subas
tanto, no dejes allá solo a tu portero, porque luego vienen las descolgadas y
te anotan un gol'. Pero a él le apasiona subir a rematar de cabeza, e insiste".
La muerte no sólo se había llevado a su padre para ese entonces. Uno de
sus hermanos murió fulminado por un infarto mientras disputaba un partido
llanero. En total son tres hermanos y una hermana los que se le han adelantado
y forman una legión de ángeles, como él los llama, que lo cuidan todo el
tiempo. Por eso Fernando sabe esperar.
Se retiró con los Leones Negros de la Universidad de Guadalajara e inició su etapa como entrenador. Hizo campeón al Santos en el Verano 2001, después aceptó dirigir a los rojinegros del Atlas. También estuvo con Jaguares y cumplió su eterno sueño de dirigir al Rebaño en donde no le fue bien. Fernando lloró de importencia en plena conferencia de prensa cuando disputó su primer partido en el banquillo de los tapatíos. Poco tiempo después Jorge Vergara lo crucificó en público: “a Quirarte le entregamos un Ferrari y nos regresó un Volkswagen”, dijo el magnate cuando le aceptó la renuncia. Desde entonces, 2012, no ha vuelto a tomar las riendas de ningún equipo, nunca es fácil repornerse cuando eres devorado por tus propios sueños.
Se retiró con los Leones Negros de la Universidad de Guadalajara e inició su etapa como entrenador. Hizo campeón al Santos en el Verano 2001, después aceptó dirigir a los rojinegros del Atlas. También estuvo con Jaguares y cumplió su eterno sueño de dirigir al Rebaño en donde no le fue bien. Fernando lloró de importencia en plena conferencia de prensa cuando disputó su primer partido en el banquillo de los tapatíos. Poco tiempo después Jorge Vergara lo crucificó en público: “a Quirarte le entregamos un Ferrari y nos regresó un Volkswagen”, dijo el magnate cuando le aceptó la renuncia. Desde entonces, 2012, no ha vuelto a tomar las riendas de ningún equipo, nunca es fácil repornerse cuando eres devorado por tus propios sueños.
Prípiat y su estadio fantasma
El balompié no es tan antiguo como para someterlo al carbono 14, sin embargo hay una región en el mundo en donde todo fue condenado a 24 mil años de aislamiento. La vida y, desde luego, todo lo relativo al juego en esa zona fantasma ha quedado en el abandono absoluto. Así, como ruinas de la antigüedad, emergen las tribunas, los marcos, los vestuarios y los lúgubres pasillos de lo que, hace menos de medio siglo, iba a ser un modesto estadio de futbol.
En Prípiat, esa pequeña ciudad junto a la maldita planta nuclear de Chernóbil, vivieron casi todos los trabajadores al servicio del reactor hasta ese 26 de abril de 1986. Justo en esas fechas, la ciudad, fundada en 1970, celebraba su gran época de esplendor. Había alrededor de cincuenta mil habitantes y la arquitectura progresista le iba otorgando una identidad muy particular que giraba alrededor del bienestar. Los soviéticos estaban orgullosos de su tecnología atómica. El clima del lugar era muy cómodo, a pesar de los crudos inviernos. La cultura, la educación y el deporte complementaban los ideales de vida.
Cientos de fotografías nos muestran un estadio devorado por la vegetación, tatuado con el óxido del olvido y las grietas que arrugan el concreto con el paso del tiempo. El campo de juego es un bosque en ciernes que en épocas de invierno acentúa el exterminio. Es escalofriante sumergirse en esas instantáneas y es desconcertante cuando uno se entera que ese inmueble quedó inmaculado porque nunca se inauguró. Apenas iba a abrir sus puertas el 1 de mayo de 1986, cinco días después de la tragedia.
El estadio Vanguardia de Prípiat formaba parte de un complejo deportivo: cancha de futbol, pista atlética, alberca, gimnasio, etc. Ahí jugaría el Stroitel, el equipo semiprofesional de la ciudad. El campo de juego sólo sirvió para que los gigantescos helicópteros evacuaran a la población y esa sólida tribuna central con asientos de madera y una minúscula sección techada quedó en desuso por lo menos durante los próximos 24 mil años.
El jardinero del infierno
Saben que esa inmensidad está tan viva como ellos. Sienten como respira, como se nutre del sol, del agua, del aire. Tienen una rutina estricta. Nunca descansan. Jamás desfallecen. Le temen al frío y mucho más al granizo. Siembran y cultivan pedazos de vida que se superponen en una superficie tersa. Es al amanecer cuando el campo les dice lo que van a necesitar ese preciso día y nunca es igual. Preparan los tractores, calibran las cuchillas y como alquimistas preparan cócteles químicos para combatir plagas indeseables. Al cabo del tiempo se hacen uno con ese voraz césped que crece con sus condiciones. Trabajan en equipo y lo hacen para un equipo. Sufren cuando los indolentes pies pisan a su criatura sin el respeto necesario. Se enfurecen cuando los ignorantes se burlan de la sagrada vida del verdor. Hoy quiero hablarles de uno en especial.
Filemón Consuelo se hizo jardinero desde el día que llegó a la mayoría de edad. Le tocó un reto mayúsculo. Ese campo, ubicado de oriente a poniente, y a más de 2500 metros sobre el nivel del mar, le exigió el mayor tiempo de su vida. Desde pastos ingleses hasta este espécimen africano que tiene ahora el estadio Nemesio Diez fueron fielmente cuidados por él y sus muchachos. Siendo jardinero cultivó su propia vida. Su noble y ancestral trabajo le dio estabilidad a su familia, educación a sus hijos, y plenitud personal a sí mismo porque Don File no le debía nada al destino. Nunca se resignó a esa franja invernal que se secaba cada temporada y que rompía la armonía de su querida alfombra esmeralda. Así cómo otros maestros le enseñaron, él fue un gran instructor. Ejemplo de su cuadrilla y del club escarlata. Llegaba puntual vestido con elegancia y pulcritud. Cambiaba sus ropas y el hombre, en una mágica metamorfosis, adquiría un aspecto terroso y húmedo, así como el binomio tierra-hierba. Parecía un gran árbol lleno de marcas de vida. Sólido y macizo. Generoso. Sabio. Bondadoso. Respetuoso.
Desde hace algún tiempo, la diabetes lo afectaba. Su padecimiento lo llevó a tomar terapias de oxígeno en una cámara hiperbárica. Asistía al tratamiento cada tercer día, después de que su inmenso campo vivo tenía satisfechas sus exigencias. Hasta que esa tarde de lunes, la gente que trabajaba en ese lugar se olvidó que Don File estaba dentro de esa máquina que genera bienestar al cuerpo humano, siempre y cuando aquellos que la operan le tengan respeto a la vida. Don File sentía la vida de la humanidad y del planeta en esa hectárea de pasto que quiso tanto. La gente que lo dejó morir cargará por siempre la gran culpa. El futbol ha perdido a una de las piezas claves de la tradición, porque si es difícil llegar a ser futbolista, es mucho más difícil aun, llegar a ser un jardinero de verdad.
Los Petroleros de Poza Rica
Desde 1957 un equipo intentó ser campeón de la segunda
división para obtener el anhelado ascenso. Los Petroleros de Poza Rica, en
Veracruz, fueron una poderosa escuadra sustentada económicamente por Petróleos
Mexicanos (PEMEX). Por algunas temporadas se llegó a decir que su nómina llegó
a ser la más cara del futbol mexicano, a pesar de no ser un plantel del máximo
circuito. Hasta el Santos con su estrella Pelé, le hizo los honores en casa.
Jugadores de gran nivel, mundialistas mexicanos, jóvenes
promesas y técnicos experimentados nunca lograron romper con una extraña
maldición que los sentenció a ser el campeón sin corona de la segunda división
profesional. Hay un secreto a voces que asegura que los futbolistas ganaban tan
buen dinero que temían perder sus plazas en caso de ascender a la primera
división.
La temporada 58-59 estuvieron a punto de llegar. Ganaron el
Torneo de Copa y el Campeón de Campeones pero el Tampico obtuvo la Liga y por
lo tanto el ascenso. La 60-61 fue la misma historia. Nacional de Guadalajara
llegó a Primera. Al ciclo siguiente62-63 ocupó el tercer lugar, a dos puntos
del campeón Zacatepec. En Poza Rica los jugadores lo tenían todo. Realmente es
un misterio que los fracasos se encadenaran eslabón por eslabón. Para la
temporada 1963-64, Cruz Azul fue el campeón, sólo había una explicación: el
cuadro fallaba a la hora buena. La siguiente temporada parecía la buena. Siete
años en la segunda división le daban al Poza Rica la experiencia necesaria, sin
embargo el triunfo no distingue los principios de justicia. Se gana con goles y
se suman puntos y no años de esfuerzo.
Para el campeonato 1964-65, la Primera División aumentó a 16
el número de equipos participantes por lo que se efectuó un torneo de promoción
entre el peor equipo de primera y los tres mejores de segunda. Había dos
lugares y cuatro contendientes. Nacional se mantuvo en el máximo circuito y los
Tiburones Rojos del Veracruz lograron el otro boleto. Y ahí, anclado en la antesala
del ascenso, Poza Rica inició una lenta y desgastante agonía. PEMEX declinó su
apoyo, su campo quedó inutilizado y hasta la franquicia emigró de su lugar de
origen arrastrando la pesada loza de la frustración. Llegado el año de 1970
terminó la historia de los Petroleros, del equipo que siempre lo intentó pero
nunca pudo o nunca quiso.
El Chato de Galdácano
En el número 28 de la calle Txomin Egileor hay un hermoso
caserío vasco del siglo XV construido con rocas milenarias y vigas y pilares de
ese árbol, el roble, que unifica a una cultura fantástica. Está en Galdácano
(Galdakao), cerca de Bilbao, en Vizcaya. Tiene ocho habitaciones y ocho mesas
en el salón comedor, porque alrededor de ese número se ha concebido algo muy
especial. Es un hotel, pero también es un hogar. El rojo y el blanco acentúan
la ancestral arquitectura e insinúan un glorioso pasado. Uno de sus sólidos muros
está consagrado al recuerdo emocionante de un hombre que ahí vivió feliz y
pleno. Mirar cada una de las fotografías enmarcadas permite volver en el tiempo
y verlo posando o en acción, precisamente con ese número ocho, lo mismo en San
Mamés, en el Parque España de México o en el Viejo Gasómetro de Argentina. Son
instantáneas que cautivan, que roban suspiros, que generan asombro.
Es él, el niño que nació en Basauri un 16 de marzo de 1912 y
quien quedó huérfano de padre a los nueve meses. Es el joven, avecindado en ese
caserío de Galdácano, quien tomó los votos de la nueva religión en
efervescencia: el futbol. Y que se consagró, desde los 17 años, como uno de sus
grandes sacerdotes en la misma Catedral de San Mamés, levantando cuatro copas y
predicando el éxito con cuatro ligas conquistadas para el Athletic de Bilbao. Si
es él, el Chato (txato), el primer español que anotó un gol en la historia de
las Copas del Mundo (se lo hizo a Brasil, de penal, en 1934) y es el mismo fenómeno
del que hablan los abuelos mexicanos que lo vieron jugar en el Euskadi y en el
Real Club España. Es, también, aquel que dejó picados a los fieles de Boedo
cuando se lastimó al quinto partido y no pudo volver a jugar con el San Lorenzo
de Almagro.
Talentoso interior, unos dicen que por derecha, otros que
por izquierda, tal vez en ambas posiciones. Constructor del juego, inteligente
al decidir en jugadas a balón parado y con instinto absoluto de gol. Poseedor de un prodigioso físico y un
disparo descomunal. Arquetipo de futbolista, dirían las crónicas antiguas, sin
ostentación ni vano alarde, rico de formas, proporcionado. Púgil del balón y
estampa vigorosa de la raza vasca.
Su hermano Víctor vaticinó que el pequeño sería futbolista. A
los 14 años repartió su tiempo entre la escuela (aprendió contabilidad) y el balón. Preguntaron pronto por
él en otros reinos pero ya estaba ofrecido a San Mamés y fue uno de sus
valientes leones. Quien le vio jugar relata que era incansable. Dicen que a
diario subía al monte al amanecer para fortalecer sus músculos y serenar la
mente. Hombre sin vicios. Buena persona, de nobles sentimientos, blando de
corazón, fraterno, inteligente, siempre sonriente, muy querido. Anotó goles por
racimos, es el quinto mejor anotador del histórico bilbaíno. Ciento setenta y
nueve tantos en 240 partidos, repartidos en diez temporadas. Logró 8 Hat Tricks
y un buen día, 18 de noviembre de 1934, el ramillete fue de siete, en una
goleada impresionante (10-0) al Alavés, en el campeonato regional.
Fue un 27 de mayo de 1934 cuando anotó esos goles
mundialistas. Eran las dieciséis horas con 48 minutos en el estadio Marassi, en
Génova, cuando desde los once pasos disparó el tiro penal para batir las redes
defendidas por el brasileño Pedrosa, siete minutos más tarde marcó el segundo.
Lángara anotaría el tercero y Leónidas el de la honra para los sudamericanos.
En 1935 (julio y agosto) vino a México con el Athletic de
Bilbao. Hay una maravillosa foto de los vascos portando sendos sombreros de
charro, entre los magueyales. El Chato le anotó cuatro goles al América (en dos
partidos) y uno al Real Club España.
Con la guerra civil llegó un largo exilio para José. Dejó al
mejor Athletic de todos los tiempos y emprendió la travesía con el Euskadi.
Querían decirle al mundo lo que el pueblo vasco estaba viviendo. A través del
futbol los portentosos atletas sentaron postura sin decir una palabra. Primero
en Europa, luego en América. En México participaron en la liga mayor, temporada
1938-1939, y pudieron haber sido campeones de no ser por la múltiple
contratación de sus jugadores en el futbol argentino que acabó por desmembrar
al equipo que se quedó en México. Aún así, el Asturias apenas le sacó un punto
al Euskadi al final del torneo. El Chato fue uno de los que permanecieron hasta
terminada la campaña y finalmente partió a Buenos Aires en 1939, fichado por
San Lorenzo de Almagro. Al quinto
partido se lastimó y no se pudo recuperar. Aún así se quedó hasta 1940. Fue en
ese lapso, según el historiador mexicano Gerson Zamora, cuando conoció a Roberto Guevara, el
padre del “Ché”. En alguna de las muchas biografías del revolucionario, se
cuenta que Ernesto coleccionaba cromos de futbolistas y sus favoritos eran los
de los vascos, por dos grandes e indiscutibles razones: su calidad futbolística
y el compromiso que adquirieron con su pueblo en medio de la guerra.
El Chato volvió a México, vivió la transición del
amateurismo al futbol de paga y fue campeón, en ambas épocas, con un equipo
aplanadora que marcó para siempre a todo aquel que los vio jugar: el Real Club
España.
En 1946 regresó a Bilbao para cerrar su larga trayectoria
como futbolista en San Mamés. También volvió a su casa, en Galdácano, esa
maravillosa construcción levantada por sus ancestros a roca y madera. Cuando se
retiró optó por ser entrenador del Athletic, con el que conquistó la copa de
1950, y de algunos otros equipos como el Celta de Vigo, el Valladolid y el
Hércules.
Se casó con Conchita Bengoetxea, cuando ya había rebasado el medio
siglo de vida. Tuvo dos hijos: Joseba y María José. El Hotel Iraragorri y el restaurante Petit Komité fueron su
idea. El caserío vasco del siglo XV quedó abierto al visitante. Administró y
atendió su negocio con su esposa. Seguramente de algo sirvieron los
conocimientos de contaduría que adquirió en la juventud, cuando no le dejó su
destino entero a la pelota. Y ahí vivió pleno y feliz hasta que murió a los 71
años, el 27 de abril de 1983. Recientemente, su esposa y sus hijos restauraron el hotel.
Los blancos y los rojos identifican el lugar con magia y buen gusto. Las ocho
habitaciones y las ocho mesas del Petit Komité son un homenaje silencioso al
número de su posición y esa pared con las fotografías estremece a todo aquel
que se planta frente al muro, su muro. Cuando pasen por el número 28 de la calle Txomin Egileor,
recuerden que ahí vivió José Iraragorri Ealo, el Chato de Galdácano.
El de los goles bonitos
Fue la maestra quien atentó contra la magia generada en la región derecha de su cerebro pero que se expresaba por la parte izquierda de su cuerpo. A Manolo le amarraban la zurda al pupitre, para que fuera normal como los demás niños. La mano hizo caso pero no la pierna. “Me gustaba pegarle con la zurda, con la zurda, con la zurda. Es muy raro porque no escribo con la zurda. No soy zurdísimo porque escribo con la derecha”, recuerda el de los goles bonitos.
Manuel Negrete Arias nació el 11 de marzo de 1959 en Ciudad Altamirano, Guerrero, en plena Tierra Caliente. Debutó en Primera División el 23 de septiembre de 1979 con los Pumas de la UNAM. Bora Milutinovic lo mandó al campo de la Ciudad Universitaria para enfrentar al Unión de Curtidores. Sin embargo, los orígenes de Negrete no son de color azul y oro.
“Antes de ser profesional, podría pensarse que empecé en las fuerzas básicas de Pumas pero no, yo fui a las fuerzas básicas de Pumas pero donde estuve más tiempo fue en las fuerzas básicas de Cruz Azul”, recuerda.
Por cierto, en esta época Cruz Azul lo prestó para que jugará algunos partidos con el Pachuca. “En 76 ya estaba yo jugando en 2ª división. Mi primer equipo, en la 2ª división fue el Acapulco”, puntualiza Manolo.
Desde el puerto de Acapulco y para llegar a la Ciudad Universitaria había que cruzar la sierra, dejar Guerrero y subir a más de dos mil metros sobre el nivel del mar. Pero cuando el zurdito emprendió el viaje, su destino ya lo estaba esperando.
Vamos a dejar que recuerde su llegada al pedregal.
“El llegar a un equipo profesional, el llegar a probarte y que te brinden lo que me brindo Pumas fue algo que no lo cambio y que lo valoro y que agradezco. Era un equipo que tenia de todo. Tenia clase, tenia contundencia, tenia coraje, tenia garra”, platica este hombre que parece no envejecer. Con el azul y oro escribió sus mejores momentos. Fue campeón Interamericano y campeón de Liga, pero donde encontró la inmortalidad fue en el estadio Azteca, cuando jugó la Copa del Mundo de 1986.
“Yo creo que un mundial de futbol es algo que pocos futbolistas pueden vivirlo, pueden sentirlo, porque es de sentir. Y en mi caso, cuando anoto ese gol, cuando se levantan 120 mil gentes, cuando tu estás en el césped es algo impresionante, es algo que no lo vuelves a vivir pero con el simple hecho de recordar hace que vibres”, basta ver el brillo en la mirada para entender que su alma quedó atrapada en esa jugada en donde remató de tijera, el más bonito de sus goles bonitos.
Aquel lance espectacular le puso los reflectores del mundo encima. Después del mundial se va a jugar a Europa con el Sporting de Lisboa, en Portugal. Ahí es donde le dijeron de sus goles bonitos. “Anoté goles bonitos y me llamaban así, el Negrete de los goles bonitos”. Después pasó un tiempo en España, con el Sporting de Gijón, donde jugaba Luis Flores, hasta que fueron repatriados.
“Llegue de Europa con otro ritmo. Me voy una temporada a Monterrey, la 90-91, cuando pumas fue campeón. Lamentablemente siempre iba a Monterrey y anotaba muchos goles, pero se los hacía a los Rayados y a los Tigres. Y cuando estuve en Monterrey no hice tantos como me hubiese gustado”, se sincera Manolo.
En 1991 regresó a Pumas. Tuca Ferreti, recién estrenado como estratega le convocó con un mensaje cifrado que tal vez Negrete no entendió: aquella temporada pudo haberse retirado con sus colores pero no lo hizo. Se contrató con Atlante en la 92-93 y hasta salió campeón. Después se enroló con Toros Neza, para volver al Atlante y ponerle punto final a su carrera en 1996.
Para Manolo fue difícil decidirse a dejar el futbol después de tantos años. Pensar en otras cosas le revolucionó su ritmo de vida. La apostó a los bienes raíces y obtuvo rentas constantes y saludables. Pero ese era su dinero trabajando y no él. “Pero hay otras cosas”, me dice , “yo estuve trabajando para el gobierno del estado de Guerrero en el desarrollo del deporte; estuve en la UNAM, en las actividades deportivas; y en la Federación Mexicana de Futbol, en la capacitación”. También fue candidato a diputado. Vendió pasto sintético, arte en pasto como el le llamaba a su proyecto. Y hoy sigue buscando dónde sentirse seguro, porque como el mismo dice: “mientras no tenga algo seguro yo estoy buscando muchas cosas, muchas opciones, soy hiperactivo en ese sentido”.
Más odiado que Hitler
La bestia negra, asesino, nazi despiadado, más odiado por
los franceses que el propio Hitler (según una encuesta aplicada en 1982),
demoledor de dientes, rompevértebras, traidor, poseso, visceral, iracundo,
catalogado como uno de los futbolistas más peligrosos de la historia. Él mismo
confesó que previo a un partido bebieron jarabe para la tos, cargado de
efedrina, para salir al campo como leones rasurados o máquinas implacables. Si Gary
Lineker hubiera leído su libro antes de pronunciar su célebre premisa sobre los
el balompié, la oración hubiera rezado de la siguiente forma: “El futbol es un
deporte en el que juegan once contra once y en el que al final ganan los
alemanes” + “porque andan de putas y son fervientes consumidores de píldoras e
inyecciones”. Persona non grata para los señores de pantalón largo, delator
para muchos de pantalón corto. Descarado y cínico para las esposas de camaradas
y rivales por promover el sexoservicio de calidad para aquellos futbolistas que
adolecen del síndrome de la abstinencia en concentraciones prolongadas. En el
viejo oeste el cartel hubiera ofrecido el millón de dólares por este sujeto
llamado Toni Schumacher, porque son esos sentimientos los que llegó a despertar
este alemán que jugó y perdió dos finales de Copa del Mundo, y que por una
entrada severa en la disputa del balón con el francés Battiston (jugada que el
mismo árbitro no juzgó como falta), pero sobretodo por sus revelaciones
vertidas en un libro, fue rebajado de la élite del futbol germano. Expulsado de
la selección nacional y despedido de su equipo, a quien le había dedicado
quince años de su vida.
Líder nato, fiel sirviente del corazón. Predicador de los
osados ejemplos. Dicen que Harald Anton Schumacher (6 de marzo de 1954, Düren,
Alemania) mientras se iba haciendo futbolista trabajaba en una herrería,
forjando el hierro y su espíritu a martillazos. Defensor de la teoría del
sufrimiento, alguna vez extendió su brazo y le dijo a su esposa que apagara su
cigarrillo en él. Para ganar hay que sufrir asegura siempre sin consideraciones:
"El secreto del éxito está cuando estás muerto de cansancio. Estás KO pero
dices OK". Es uno de esos eslabones generacionales que amarran las épocas
con soldadura eterna. Se hizo llamar Toni en honor a uno de sus héroes, Toni
Turek, arquero campeón del mundo cuando el milagro de Berna, justo en el año en
que el otro Toni nació.
Empezó a jugar en 1972 y se retiró cuatro años antes de
terminar el siglo XX. Después de Sepp Maier, le tocó a él comandar la retaguardia
absoluta de la poderosa Alemania durante 76 ocasiones, incluidos los dos
mundiales que perdió y la Eurocopa de 1980 que conquistó. Cancerbero del
Colonia, del Schalke 04, del Fenerbahçe de Turquía, del Bayern Munich y del
Borussia. Ganador de dos Bundesligas, tres Copas Alemanas y una Liga Turca.
En 1987, y sin ningún plan de retirarse, publicó su polémico
libro titulado “Anpfiff”, que en español significa comienza el partido. El
texto es un corte de caja de cómo le había ido en la feria desde que inició
hasta el mundial de 1986. Si los franceses le seguían odiando ahora fue en casa
donde lo deshonraron con el desprecio y cuando se fue jugar a Turquía le dieron
ganas de volverse turco, no era para menos.
Fue ese gran personaje el que hizo química con la afición mexicana en 1986. Carismático y simpático, con la locura en el brillo de los ojos. Desde que los alemanes cantaron aquella canción “México, mi amor”, Toni atrajo reflectores. Y aunque en el vestuario rompía madres contra el técnico Beckenbauer o contra Rummenige, en la cancha del estadio La Corregidora mostró su gran personalidad y sus feroces formas de defender lo suyo. Fue este hombre el que atendió en primera instancia los calambres que le dieron a Hugo Sánchez en San Nicolás de los Garza, en plenos cuartos de final. Fue uno de los futbolistas más peligrosos de la historia quien consoló, con grandes dosis de ternura, a sus rivales mexicanos cuando los dejó fuera. Eso no se olvida nunca, por lo menos a los que también nos sentimos consolados aquella tarde.
Fue ese gran personaje el que hizo química con la afición mexicana en 1986. Carismático y simpático, con la locura en el brillo de los ojos. Desde que los alemanes cantaron aquella canción “México, mi amor”, Toni atrajo reflectores. Y aunque en el vestuario rompía madres contra el técnico Beckenbauer o contra Rummenige, en la cancha del estadio La Corregidora mostró su gran personalidad y sus feroces formas de defender lo suyo. Fue este hombre el que atendió en primera instancia los calambres que le dieron a Hugo Sánchez en San Nicolás de los Garza, en plenos cuartos de final. Fue uno de los futbolistas más peligrosos de la historia quien consoló, con grandes dosis de ternura, a sus rivales mexicanos cuando los dejó fuera. Eso no se olvida nunca, por lo menos a los que también nos sentimos consolados aquella tarde.
El Desalmado
De los vascos heredó el apellido, el temple, el coraje. Es
un hecho que todo aquel llamado Eugui es descendiente de los habitantes del
pueblo navarro del mismo nombre que alguna vez tuvo fama de ser fabricante de
las armaduras más reconocidas en el reino español. El apellido Simoncelli es
puramente italiano, ejemplo vivo del origen europeo de un gran porcentaje de
los uruguayos. Héctor Hugo Eugui Simoncelli nació el 18 de febrero de 1947 en
Mercedes, departamento de Soriano,
en Uruguay, la cuna más prolífera de futbolistas en una nación cuya
economía depende de la ganadería y de la venta de jugadores. Así salió él de su tierra, dejando todo, siempre yendo
detrás de la pelota, para mandarle plata a los suyos. Porque la esencia para el
uruguayo es ser futbolista, nacen con el balón en la mente. Héctor inició con
Nacional de Montevideo, de ahí pasó a Defensor, Atlético Cerro y Argentinos
Juniors. Nacho Trelles fue quien lo trajo a México. Llegó el 6 de enero de 1972
para vestirse de rojo, sin imaginarse, siquiera lo que 37 años más tarde le
tendría preparado el destino. Con Toluca mostró su esencia. La virtud de un
zurdo natural. Un atacante rápido, potente y con buen disparo. Siempre buscando
la zona más complicada que era el fondo de la cancha y buscaba ser lo más
práctico posible. La constancia,
la determinación y la práctica permanente fueron su sello.
Hombre inspirado por antiguos héroes uruguayos como Viviano Zapirain, alguien comentó que tenía el estilo del internacional español Gento. En México le pusieron el desalmado, porque al disparar la pelota no tenía alma para hacerlo. Jugó 16 años. Fue campeón en 1975, con el Toluca, bajo el mando de José Ricardo de León, a quien le aprendió que no basta con ser romántico, sino que hay que ser realista. Y que lo importante es ganar. Ahí anotó 69 goles.
Después, se fue a los Tigres, en donde fue partícipe de aquella agónica final con Cruz Azul en la temporada 1979-1980. Un año más tarde lo alcanzó el tiempo y lo retiró. Pero desde entonces supo que seguiría en el futbol, ahora como entrenador. Y pasó años buscando el hueco. Don Carlos Miloc fue parte fundamental en su aprendizaje. Eugui comenzó a dirigir a los 35 años de edad. Ahí fue entendiendo lo que era el futbol, bajo la mirada del futbolista retirado, luchando contra la nostalgia, el ego y el olvido. Su vocación lo llevó a formar a los jóvenes. Mantuvo a la par el aspecto deportivo con el desarrollo humano. Fue analista para la radio y la televisión. Abrió una parrilla uruguaya y una escuelita de futbol infantil porque no siempre ha podido dirigir. Es un director técnico ajeno a los promotores. Su palabra siempre va por delante. Si hay un concepto que lo defina esa es la integridad.
Cuando los sabios florecen
El deporte es la apología desmedida de la juventud. Fuerza,
belleza, ambición, competencia. Humanos indómitos y egocéntricos en pleno duelo
contra el tiempo, su propio tiempo. Velocidad, reacción. Oxígeno y sangre
desbocando los músculos ansiosos. Devastando, conquistando, ganando pero no
siempre triunfando. Y cuando esos cuerpos pletóricos ya no pueden, se retiran y
comienzan a vivir la vida como cualquiera. Principalmente en el asunto de ir
construyendo su propio conocimiento. Por eso, cuando los sabios florecen parten
rumbo a la inmortalidad, es la ley de la vida.
Esa sabiduría que adquiere el humano, y que generalmente llega en el último tercio de la existencia, dura lo que te quede de vida. Son esos instantes en donde todo se clarifica en un mapa mental del conocimiento. Por eso, desde tiempos inmemoriales, el consejo de ancianos sumaba esos mapas mentales para establecer un rumbo. Ese rumbo, amarrado plenamente a la línea de vida natural de esta especie, es el que algunos imbéciles se han cansado de desdeñar en el mundo moderno. Por eso hoy tenemos viejos prematuros, acabados a los cuarenta y tantos, sin un mapa mental para navegar sus propias aguas. Tiempo al tiempo, máxima de vida. Hoy metemos el freno de mano cuando aún queda un largo trecho por recorrer. Esa apología desmedida de la juventud que vivimos nos puede autodestruir como especie. Rompe con nuestros procesos naturales de nacer, crecer y morir.
Con la muerte de Luis Aragonés, El Sabio de Hortaleza, y hablando de lo más importante de lo menos importante, debemos reflexionar sobre esa sabiduría que florece y muere a los pocos años. Don Nacho Trelles alguna vez me dijo, con 92 años y medio encima, que en su mente tenía el mejor futbol que jamás pudo haber tenido cuando estuvo activo, pero que ahí estaba, nada más, y él también ahí estaba, esperando que le llegara el turno de partir. España fue campeón del mundo con el mapa mental de un hombre sabio que heredó a la siguiente generación. Aragonés aglutinó todo su conocimiento con gran honestidad. El periodista Carlos Ruiz-Ocaña sintetiza el mapa mental del sabio diciendo: “Luis Aragonés siempre fue mi entrenador favorito. Más carácter que Mourinho, más cercanía que Del Bosque y más psicología que Pep”. Caramba, se le va a extrañar y mucho.
Esa sabiduría que adquiere el humano, y que generalmente llega en el último tercio de la existencia, dura lo que te quede de vida. Son esos instantes en donde todo se clarifica en un mapa mental del conocimiento. Por eso, desde tiempos inmemoriales, el consejo de ancianos sumaba esos mapas mentales para establecer un rumbo. Ese rumbo, amarrado plenamente a la línea de vida natural de esta especie, es el que algunos imbéciles se han cansado de desdeñar en el mundo moderno. Por eso hoy tenemos viejos prematuros, acabados a los cuarenta y tantos, sin un mapa mental para navegar sus propias aguas. Tiempo al tiempo, máxima de vida. Hoy metemos el freno de mano cuando aún queda un largo trecho por recorrer. Esa apología desmedida de la juventud que vivimos nos puede autodestruir como especie. Rompe con nuestros procesos naturales de nacer, crecer y morir.
Con la muerte de Luis Aragonés, El Sabio de Hortaleza, y hablando de lo más importante de lo menos importante, debemos reflexionar sobre esa sabiduría que florece y muere a los pocos años. Don Nacho Trelles alguna vez me dijo, con 92 años y medio encima, que en su mente tenía el mejor futbol que jamás pudo haber tenido cuando estuvo activo, pero que ahí estaba, nada más, y él también ahí estaba, esperando que le llegara el turno de partir. España fue campeón del mundo con el mapa mental de un hombre sabio que heredó a la siguiente generación. Aragonés aglutinó todo su conocimiento con gran honestidad. El periodista Carlos Ruiz-Ocaña sintetiza el mapa mental del sabio diciendo: “Luis Aragonés siempre fue mi entrenador favorito. Más carácter que Mourinho, más cercanía que Del Bosque y más psicología que Pep”. Caramba, se le va a extrañar y mucho.
Si es Bayer ¿es bueno?
Cada vez que compres una Aspirina, o estés crudo y te tomes
un Alka-Seltzer, o se te inflame algo (no todo) y le metas al Flanax, o te
prepares un burbujeante Redoxón para evitar las gripas, o le pongas Merthiolate
al dedo que te cortaste cuando rebanabas la verdura para la botana, o le pegues
un llegue al Axol para la tos, o tu chava tome Yasmine para no engendrar
chamacos no deseados o ya de plano le pidas al boticario un Levitra para
levantar tú ánimo, decaído por una innombrable disfunción, celebra y recuerda,
siempre, que si es Bayer es bueno, o por lo menos, de lo que te gastes, una
minúscula parte va a ir a parar al sueldo del principito Andrés Guardado,
quien, buscando una ruta alternativa para llegar a Brasil, ha decido irse a Alemania, para jugar con el Bayer 04
Leverkusen.
México es el décimo país en importancia para la empresa
Bayer, propietaria del club de futbol que acaba de fichar al futbolista
mexicano y a partir de ahora, Andrés engrosa la nómina que gira alrededor de
los 111 mil empleados distribuidos en todo el mundo, de los cuales, unos 3 mil
(+1) son paisanos nuestros.
¿Qué hará el principito para llenarle el ojo al profe Piojo?
Por lo pronto, esperemos que no vaya a la botica para consumir algunos de los
célebres productos de la compañía para la que hoy trabaja y su elegante estilo
de juego le haga merecedor de un lugar en la selección. ¿Y si de plano no lo
llaman? Pues, entonces, que le mande al entrenador en cuestión, una dotación de
Asuntol, de Bolfo, de Neguvón o de cualquiera de los productos Bayer que
eliminan los piojos con facilidad.
El tercer arquero del 86
El célebre tercer arquero de la selección mexicana del
mundial de 1986 fue un hombre nacido en plena selva cañera de Zacatepec
(Morelos) y en esa copa del mundo, esta tierra exótica estuvo representada por
dos de sus hijos, ambos guardametas de primera línea. Si Pablo Larios fue el
gran protagonista de aquella selección de Bora, Ignacio Rodríguez Bahena (12 de julio de 1956) también tuvo su lugar en la historia. En tiempos de la revolución bien hubiera
pasado como uno de los lugartenientes de Emiliano Zapata. El sol lo crió en ese
lugar donde el astro rey se deja caer a plomo y curte las pieles de los
lugareños que son bravos por naturaleza y futboleros a muerte.
Don Isaac Wolfson (q.e.p.d), en su libro “Los porteros del
futbol mexicano”, nos platica que Nacho se dio a conocer en un torneo relámpago
llamado “de nuevos valores”, celebrado entre los meses de julio y agosto de
1978. Cada equipo participante debía alinear a cinco novatos en cada juego. Los
Leones Negros ganaron la competencia pero lo relevante de este certamen fue la
presentación “en sociedad” de dos grandes arqueros mexicanos: Olaf Heredia y
Nacho Rodríguez.
Una leyenda viviente, un hombre que sabía todo sobre el arte de hacer los goles le dio toda la confianza para enfrentar al mundo bajo el marco de los cañeros del Zacatepec. Horacio Casarín fue el entrenador que lo puso a jugar y es un hecho que nunca olvidará aquella tarde de septiembre, cuando se estrenó jugando contra Tigres, con el mismo sol que lo crió, como testigo de honor. Ganaron cuatro a uno, y ese uno, su bautizo de cuero, corrió a cargo del peruano Gerónimo Barbadillo.
El joven morelense jugó todos los minutos de los 38 partidos de aquella temporada 1978-1979. Sólo dos cancerberos lo habían logrado: él y Miguel Marín (Cruz Azul). Como apunte que ilustra muy bien el contexto, en ese torneo llegaron a México dos porteros argentinos: Ricardo La Volpe, para el Atlante; y Héctor Miguel Zelada, para el América. Rodríguez mantuvo su meta bien custodiada en su primera temporada. Recibió un promedio de 1.16 goles por partido y detuvo un tiro penal.
La siguiente temporada mantuvo sólido su puesto. Sin embargo, el otro hijo del sol, Pablo Larios, venía empujando fuerte. En 1981 decidió enrolarse con el Morelia y en ese tiempo tuvo una racha de cinco partidos sin recibir gol y fue llamado a la selección nacional por Raúl Cárdenas, para observarlo. Para su fortuna, él no tuvo participación en el fracaso tricolor del premundial disputado en Honduras.
Con los Canarios duró una sola temporada y se fue al Atlante, en donde alternó con Rubí Valencia, con Pedro Soto y con Mateo Bravo. Ahí tuvo sus mejores momentos, con un par de rachas de imbatibilidad que duraron cuatro jornadas y un título de campeón de la Concacaf. Su estilo conservador, su constancia, su seriedad y su profesionalismo le otorgaron un lugar en la selección mexicana que disputó el mundial de 1986. Bora lo consideró como tercer portero y fue solidario con Larios y Olaf.
En 1989 se anuncia la llegada de Zelada al Atlante y Nacho
toma sus cosas y parte para jugar con los Tigres. Con la llegada de Comizzo al
conjunto de San Nicolás de los Garza, lo hacen un lado pero se mantiene en la institución hasta
la temporada de su retiro, la 1993-1994.
Nacho Rodríguez, el tercer portero de la selección mexicana mundialista en 1986, jugó 380 partidos y recibió 483 goles (1.27 tantos por partido, en promedio). Se retiró el 4 de septiembre de 1993, en un duelo Tigres-Correcaminos. Muchos años más tarde, este hijo consentido del sol, viviría grandes momentos como entrenador de los Correcaminos en la liga de ascenso, en donde mantiene sus credenciales y también ese gran mostacho.
El muchacho chicho de la película gacha
Con esa voz, bien pudo haber doblado a Don Corleone al
español-colombiano. Rapado rigurosamente, aunque nunca al ras debido a su
naturaleza, porque calvo no era. Muy serio. Corto de estatura pero con un
físico macizo. Llegó en un Audi TT que contrastaba notoriamente con el vochito
de Julio Aguilar, jugador emblema, en ese entonces, del Puebla de la familia
Bernat. Un semidios del futbol sudamericano había sido firmado por un modesto
equipo de una de las ciudades más particulares de México.
Mauricio Serna (Medellín, Colombia, 22 de enero de 1968)
llegó a México en agosto de 2002. Le decían Chicho, que en dialecto paisa
colombiano significa embejucado, emberriondado, berraco, ofuscado, enojado,
bravo, arrecho, rabioso, de mal humor, emputado. De entrada su apodo, al igual
que su automóvil, también contrastó con el significado de chicho en México, en
donde este caló se utiliza para referirse a alguien bueno, chido, suave. Parafraseando
al poblano Alex Lora, la gente esperaba al “muchacho chicho de la película
gacha”.
Se trataba de un consagrado xeneize que había sido caballero
en la corte del Virrey Bianchi. Multicampeón de liga, campeón continental con
Boca (como dicen en el cono sur a los ganadores de la Libertadores),
mundialista, con gran jerarquía, considerado, alguna vez, el mejor medio de
contención del continente americano, pero con la rodilla hecha polvo y con una
afición poblana a la que le tenían sin cuidado las cartas credenciales del personaje,
al que le tocaría alternar con un verdadero rockstar del panbol local: Jorge
Campos. Estamos hablando del año 2002. Gustavo Vargas, en su debut y despedida
como técnico de primera división, arrancó aquel torneo de apertura y le habían
traído al Chicho y al Brody, junto al argentino Roberto Trotta y al mexicano
Camilo Romero para encarar el siempre disputadísimo torneo alterno del submundo
de la primera división: el descenso.
Un semidios, como le hemos etiquetado, pasó de la gloria a
la tragedia en un viaje que emula a los verdaderos clásicos griegos. Una odisea
dirían los refinados. Una película gacha diríamos con menos reverencia. Dos o
tres desplantes finos del colombiano. Dos o tres entrevistas le dio a los
medios porque cuando el asunto se tornó severo, hizo mutis y dejamos de
escuchar esa voz padrinesca tan peculiar. A Vargas lo corrieron y contrataron a
Víctor Manuel Vucetich. El rey Midas le puso el gafete de capitán y el Chicho
seguía muy chicho, en referencia al último significado de la jerga colombiana.
Despidieron a Vuce y por enésima ocasión los Bernat pusieron a Hugo Fernández.
La película gacha ya era un thriller.
Serna acabó siendo separado del plantel. El técnico lo señaló directamente a él y a Trotta, como los cabecillas de un complot. Fue cuando se volvió a escuchar esa voz y le dijo en broma a los periodistas: "vayan consiguiéndome un equipo en Colombia… Yo creo que estoy valiendo tres o cuatro millones de dólares, nada más". Y así, puesto transferible en el mercado del piernas de aquel 2003 junto a otros 150 futbolistas, el héroe volvió a su hogar con los recuerdos de un año futbolístico borrados de su memoria.
Serna acabó siendo separado del plantel. El técnico lo señaló directamente a él y a Trotta, como los cabecillas de un complot. Fue cuando se volvió a escuchar esa voz y le dijo en broma a los periodistas: "vayan consiguiéndome un equipo en Colombia… Yo creo que estoy valiendo tres o cuatro millones de dólares, nada más". Y así, puesto transferible en el mercado del piernas de aquel 2003 junto a otros 150 futbolistas, el héroe volvió a su hogar con los recuerdos de un año futbolístico borrados de su memoria.
La mejor cabeza después de Churchill
“Un delantero centro no podía regatear en el área porque lo
mataban”
Telmo Zarra (20 de enero de 1921 – 23 de febrero de 2006,
País Vasco)
Contemplen la imagen y aunque no nos haya tocado verle, de
inmediato nuestra mente reconstruirá por impulso lo que este visceral rematador
hacía dentro del área. Eso pasa cuando vemos el molde original de lo que hoy es
cotidiano. Telmo Zarra evitó ser linchado regateando en el área y se convirtió
en un poderoso y letal rematador de balones. Puso los acentos en el juego de
conjunto que triunfa cuando las cuerdas abrazan las bolas de cuero, tras un
sinnúmero de intentos fallidos. Sus remates con la testa le hicieron merecedor
de una precisa descripción de un primitivo marketing cuando un cartel invitaba
a la afición a verle jugar diciendo: “Admiren la mejor cabeza de Europa después
de Churchill”.Goleador empedernido, vasco, mitológico, referente. El máximo
goleador de la liga en España. Poseedor de seis Pichichis. Cuando colgó sus
botas se dedicó a venderle otras a las nuevas generaciones que jugarían al
futbol en Bilbao. Cuando murió, el 23 de febrero de 2006, llovió toda la tarde.
El cielo le recibió llorando.
El Mastodonte del Gol
Mide un metro con 82 centímetros. Es delantero. Le dicen el Mastodonte del Gol. Juega con el Atlante. El próximo 15 de febrero cumplirá 23 años y es de Apatzingán, Michoacán. Sí, esa zona de guerra que advierte sobre los escenarios que podría vivir este país sumido en un absurdo e indolente caos. Se llama Ángel Baltazar Sepúlveda Sánchez y su historia va de la mano con este México Narco que nos duele a todos. Sin embargo su caso podría ser una de esas esperanzas que encontramos cuando la pelota rueda.
Apatzingán de la Constitución es una ciudad de cien mil habitantes y es la más grande de la región de Tierra Caliente. Hace doscientos años se firmó ahí la primera constitución del México libre, con la venia del general Morelos. Hoy es territorio de los Caballeros Templarios y de las Autodefensas Michoacanas. Sus campos fértiles producen, sobretodo, grandes cantidades de limón. Su clima permite las condiciones ideales para la instalación de parques acuáticos y balnearios. Lugar de costumbres y tradiciones muy michoacanas y muy mexicanas, positivas y negativas, entre ellas la de migrar a los Estados Unidos. En esta ciudad han crecido niños abandonados por su padres que quedan bajo el cuidado de los abuelos o de los tíos, si hay fortuna. Esta desintegración provoca severos conflictos sociales. Hay prostitución y pornografía infantil, menores infractores, homicidios, secuestros, violencia y consumo y venta de drogas. En medio de tan dantesco escenario, los jóvenes que deciden quedarse tienen muy claro que si desean y pueden ser profesionistas deben salir a ciudades donde puedan cursar la educación superior, migrar al otro lado como sus antecesores, o bien aprender un oficio para subsistir, sea lícito y, desgraciadamente, también ilícito.
Para afrontar su propio destino, Ángel tomó un camino también lleno de intrigas, abusos, corrupción, delincuencia e injusticias: el futbol profesional. En materia futbolística, la tercera división es el máximo nivel al que tiene acceso el representativo local, conocido como los Limoneros de Apatzingán, y que hace unos años firmó un convenio con Monarcas Morelia para ser su filial. Pero esta no fue la ruta del joven Sepúlveda. Nueva Italia es una ciudad vecina. Célebre por sus Templarios. Ahí también había un equipo. Jugaba en segunda división y ofrecía mejores condiciones que el de la ciudad más grande de Tierra Caliente. Se llamaban los Mapaches y ellos fueron los que ficharon al Mastodonte del Gol.
Ángel Sepúlveda fue el delantero de los Mapaches hasta aquella tarde del 8 de octubre de 2008, cuando visitaron al América en Coapa y les cayó la desgracia. La policía capturó a un distinguido miembro de La Familia Michoacana y que a su vez era el dueño del equipo: Wenceslao Álvarez, El Wenchis.
Para fortuna de Ángel, su pelota no se manchó y se enroló con una filial de Monarcas Morelia, la de Zacapu, y tuvo la fortuna de debutar con el primer equipo el sábado 18 de septiembre de 2010 en Cancún, precisamente contra el que ahora es su equipo, Atlante. Pasó cinco temporadas con el cuadro Michoacano. Apenas tuvo 25 partidos jugados con el equipo de su tierra. El Mastodonte sólo pudo marcar cuatro goles y terminó relegado a la filial de ciudad Nezahualcóyotl.
El año pasado parecía que todo estaba por terminar para el buen Ángel. Pero tomó el último barco. Migró lejos, y en condiciones precarias se enroló con el Atlante. En ese Apertura 2013 tuvo acción en quince de los 17 partidos y anotó otros cuatro goles en la primera división. En este Clausura 2014 ha sido tomado en cuenta en los dos primeros partidos. Lleva 69 minutos corriendo sobre la hierba y sigue soñando mientras en su tierra la guerra advierte que él pudo haber muerto o pudo haber matado a otros, si no fuera porque se fue detrás de la pelota. Por eso digo lo de la esperanza.
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